Recemos para que Vladimir Putin no tome la insensata decisión de invadir Ucrania.
En primer lugar, porque las cifras son engañosas; el Ejército ruso se encuentra, según apuntan todos los expertos, en un estado de salud algo menos crítico que la economía postsoviética. No es para nada seguro que los 150.000 hombres concentrados en las últimas semanas entre Mariúpol y Lugansk tengan la capacidad operativa de desplegarse tan lejos de sus bases sin provocar un desastre.
En segundo lugar, porque la Ucrania de hoy ya no es aquel país que, en 2014, permitió la invasión de Crimea sin oponer resistencia. Desde Petro Poroshenko, y en gran medida gracias a él, se ha pertrechado con unas fuerzas armadas cuya potencia, solidez de las líneas defensivas y moral he podido comprobar, como otros, sobre el terreno. Ahora mismo, una explosión en esa zona, en ese Verdún helado que ya nos ha dejado 11.000 muertos y cientos de miles de desplazados, podría desembocar en una guerra de alta intensidad.
Y, además, porque parece poco probable que Estados Unidos y Europa se pongan de acuerdo para soltar amarres y abandonar a Ucrania, como abandonaron a Siria, a Irak y, por supuesto, a Afganistán: Joe Biden ha sido contundente en sus declaraciones, en las que ha reiterado su "compromiso inquebrantable" con el bando agredido; el jefe de la diplomacia británica habló el domingo, al acabar la cumbre del G7 en Liverpool, de las "enormes consecuencias" de un ataque a gran escala.
Annalena Baerbock, la nueva ministra de Exteriores alemana, fue clara con sus amenazas de bloquear el gasoducto Nord Stream 2. Por parte de Emmanuel Macron, que presidirá el destino de la Unión cuando, Dios no lo quiera, Moscú cometa este error fatal, podemos confiar en que cumplirá con la palabra que le dio a Volodímir Zelenski el pasado viernes 10 de diciembre.
Pero lo cierto es que, por desgracia, en estos momentos todo es posible. Estos tiempos que corren son lo bastante locos como para que un dictador que ha perdido fuerza se embarque en semejante aventura. En cualquier caso, podemos estar seguros de que los ideólogos euroasiáticos que reinan en Moscú, sus agentes de influencia extranjeros y sus contactos aprovecharán las próximas semanas para destilar el veneno de sus argumentos y sacar el máximo provecho.
De ahí que, en este clima de vigilia bélica, mucho más angustiosa que la "ola" de la última variante del coronavirus, haya que hacer la siguiente aclaración.
1. Los pueblos no son peones. No son dominio exclusivo de ninguna potencia o imperio, por ende, no son sus rehenes. Y, con la salvedad fundamental de las situaciones en las que los asesinatos en masa o los crímenes contra la humanidad conllevan la responsabilidad de proteger y el deber de interferir, estos pueblos, según el derecho internacional, son los únicos dueños de su propio destino. Ucrania es Europa. Es Europa por la historia, por la voluntad y, desde la revuelta del Maidán, por la sangre derramada por la "centuria celeste" de jóvenes mujeres y hombres que cayeron bajo el fuego de las ametralladoras de las fuerzas represoras favorables a Putin mientras sostenían entre los brazos la bandera estrellada de la Unión Europea. Y ningún acuerdo de cancillería puede impedirle a ese pueblo, si lo desea, buscar la protección de la OTAN.
2. Los principios geopolíticos son como el imperativo moral según Kant. Siempre hay que preguntarse cómo sería el mundo si, hipotéticamente, se universalizaran. Y la idea, en este caso, de que Rusia campe a sus anchas allí donde se habla ruso, y por lo tanto en toda esa parte oriental de Ucrania llamada Donbás, bastaría, si se valida, para someter a Europa y al mundo a una lluvia de fuego y sangre. ¿Y los transilvanos de Rumanía? ¿Los catalanes franceses? ¿Las tres comunidades lingüísticas que componen Suiza? ¿Qué pasa con la "minoría valona" que algunos ideólogos de Moscú ya afirman que está amenazada de "genocidio2? ¿Qué pasa con la parte de California en que se habla español? ¿Y qué pasa con Gran Bretaña, que tiene una lengua común con Estados Unidos? El nacionalismo lingüístico, bajo el mandato de Putin, no menos que allá por 1938 con la adhesión alemana de los Sudetes al Tercer Reich, es una caja de Pandora.
3. Y en cuanto al argumento que tanto se repite, desde Mélenchon a Zemmour y Le Pen, por los partisanos, en Francia, de hacer las paces con el Kremlin, visión según la cual Ucrania sería históricamente parte de Rusia, ¿en qué se basa? En un sofisma: se dice que Ucrania, que etimológicamente significa "frontera", "territorio fronterizo" o "escalón" en ruso, no tiene un nombre real, una deducción que, lógicamente, debería aplicarse también a ese otro país sin nombre, ¡Estados Unidos! A una homonimia: la "Rus de Kiev", ese vasto territorio que, en el siglo IX, abarcaba Bielorrusia, el norte de Rusia y el norte de Ucrania, y cuyo nombre indicaría que Kiev es la cuna de Rusia —el giro aquí roza la prestidigitación, ya que "Rus de Kiev" era entonces el nombre, no de un Estado-nación ruso obviamente inexistente, sino de una especie de enorme enclave comercial escandinavo—.
Así, el argumentario se basa en la realidad de que la región fue escenario de movimientos de población. Pero, entonces, ¿cómo impedir que Lituania reclame Smolensk? ¿O que Polonia haga valer sus derechos sobre Leópolis? ¿A Eslovaquia invadir la oblast de Transcarpatia? ¿A Moldavia reclamar un pedazo de Transnistria? ¿Cómo puede Rusia, un país que no fue un Estado-nación antes de 1991, tener más derecho que otros a las tierras liberadas de la antigua Unión Soviética?
Putin lo sabe.
Es perfectamente consciente de que amenazando con atacar a Ucrania lo que hace es desestabilizar a Europa. Los europeos deben aceptarlo: antes de ser un socio, Putin es un enemigo temible.