Si en algún lugar se distingue con claridad la delgada línea de la guerra entre Rusia y Ucrania es en el paso fronterizo de Medyka. Allí, donde agentes polacos piden pasaportes para entrar y funcionarios ucranianos lo hacen para salir, una valla verde separa a los que llegan de los que se van.
Por la izquierda, camino de una calle con decenas de voluntarios y autobuses, salen niños de la mano de sus madres, y señoras mayores arrastrando los pies congelados. También inmigrantes que estudiaban en Kiev o Járkov, ciudades que hace una semana disfrutaban del ocio como cualquier capital europea. A escasos metros, cuesta arriba, la afluencia es menor. A veces solos, otras en grupos de tres o cuatro, hombres con mochilas a la espalda avanzan con rostro serio y el peso de intentar llegar a tiempo para salvar a su país. Cuando empujan el torno metálico, ya no hay vuelta atrás.
Es el caso de Dennis, que llegó a Polonia hace seis meses para trabajar. Ahora, al igual que otros muchos ucranianos residentes en Europa, toma el camino contrario para agarrar un arma y “frenar la invasión”.
“No tengo miedo, mi familia está allá y lo mínimo que podía hacer era alistarme al ejército”, responde antes de cruzar agarrado a los tirantes de su mochila con la bandera de Ucrania. Un hogar del que salió para ganarse la vida y al que regresa ofreciéndola, consciente de que se la pueden robar.
Aleksandr también se ha desplazado hasta Medyka, pero no sellará el pasaporte. 600 kilómetros de trayecto para entregar alimentos y ofrecer los tres asientos de su vehículo al primer compatriota que quiera subir en él.
“No puedo dejar el trabajo y volver a mi tierra, pero intento ayudar”, explica con un café en la mano derecha. En la otra, al igual que su pareja, porta unos cartones con el nombre de diferentes ciudades (Cracovia, Katowice, Wroclaw) a las que ofrece traslado gratuito. El sistema se ha popularizado en las estaciones de tren y en los centros de acogida próximos vías de entrada habilitadas por el gobierno polaco en su territorio.
Flujo constante de personas
No muy lejos y rodeada de comida y ropa, Natalia suspira por el constante flujo de personas. Con gorro, abrigo y botas negras, sus ojos azules son el primer abrazo de refugiados que llevan hasta cuatro días de viaje sin apenas comer y dormir. A los más pequeños les regala peluches que abrazar.
“Yo pensaba que esto solo ocurría en las películas y ahora me veo repartiendo pañales”, cuenta. También ucraniana, llegó el sábado de madrugada al paso de Medyka para unirse a un pueblo polaco volcado en la asistencia a sus vecinos. Hace seis años que emigró y trabaja de peluquera en el oeste. Su mayor pena es saber que no encontrará a su familia, encerrada en apartamento a tres horas de Kiev, pero su ánimo no decae y se despide con una sonrisa para regresar al reparto. La entrada es un goteo lento pero incesante que precede largas colas de coches huidos de la invasión rusa.
Con la historia reciente en la memoria y el temor a ser el siguiente país en la lista de Putin, Polonia ha reforzado el despliegue militar en el este y envía diariamente grandes convoyes que abastecen a las poblaciones de acogida. Bomberos y ejército gestionan la llegada masiva, que según la Agencia de la ONU para los Refugiados de (ACNUR) supera ya los 425.000 solicitantes de asilo.
“Cualquier individuo que huya de Ucrania por el conflicto armado será acogido en Polonia y recibirá asistencia básica”, aseguró Blazej Pobozy, viceministro de asuntos internos y administración, a finales de la semana pasada. Y se está cumpliendo.
En las inmediaciones de Medyka, decenas de voluntarios con chalecos reflectantes entregan ropa, bocadillos, bollos, cafés y sopa caliente. Para muchos es la primera comida en tres días.
Desde aquí, al igual que ocurre en las otras zonas habilitadas, muchos viajan a estaciones para coger trenes o compartir vehículo con alguno de los miles de ciudadanos anónimos que se han acercado a socorrer. Otros se trasladan de manera temporal a una gran nave industrial en Korczowa, un pueblo a 26 kilómetros de la frontera.
Refugio en grandes almacenes
Por fin sin miedo a morir, Maria despierta rodeada de desconocidos. El septum de su nariz brilla más que sus ojos cansados. Han sido cuatro días de huida en coche con su madre, su hermana y Hysha, un carlino que se negó a dejar atrás cuando abandonaban Kiev y que ahora no se despega de la manta. Abrumada por la presencia de periodistas, susurra que su único deseo es no volver a su hogar. Sus tíos se han quedado a combatir.
Al igual que Maria y Hysha, Artem, Oleg, Oleksandra, Anna, Sunday, Banks, Iryna y muchos otros han pasado la noche en una de las miles de hamacas instaladas por el gobierno polaco en una nave industrial. Son ucranianos, nigerianos, ghaneses, afganos… cada pasillo de este antiguo almacén de Korczowa se edifica espontáneamente por nacionalidades.
Alrededor, los voluntarios explican las opciones de transporte y soldados del ejército reparten comida durante horas sin parar. Poco a poco asoman periodistas que siguen el trayecto desde el autobús hasta el interior.
Enla calle, más polacos con cartones se ofrecen a llevar personas. También surgen personajes curiosos como Andy, un hombre de cincuenta años llegado de República Checa en busca de dos estudiantes que huyeron de la capital ucraniana, pero que llevan dos días sin dar señales de vida.
Las historias se acumulan, los sanitarios curan heridas producidas por largas caminatas bajo cero de aquellos huyeron a pie. Algunos confiesan que les gustaría aguantar unas semanas en la zona por si pudieran volver. Se oye hablar de sobornos en la frontera, de abusos policiales, de falsificar visas, de si es mejor subirse a un coche o viajar a Przemsly, donde los medios enseñan que acogen a desplazados como ellos. ¿Refugiados? Algunos no quieren oír hablar del término, pero las fuerzas están justas y muchos saben que escapar tan solo es la primera parada del camino.
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