Con el cansancio de tres días de huida, y el shock de encontrarse el cadáver de un afgano, Mirella se tapó la nariz con la mano para intentar evitar que el jadeo delatara su posición. Avanzó un árbol. Y otro. Y otro más. Pero las botas y los gritos de militares ucranianos se escuchaban cada vez más cerca. “¿Estás solo? ¿Cuántos más vienen contigo?”, escuchó que preguntaban a un chico. La amiga con la que intentaba atravesar el bosque para acercarse a la frontera polaca le suplicó que se entregaran. Habían perdido. Sin abrir la boca, Mirella apretó el brazo de su compañera con la otra mano, tan fuerte que además de hacerle un moratón no la dejó escapar.
Al escuchar de nuevo las pisadas rodearon el tronco pegadas a la corteza, recordando los documentales que habían visto sobre los ángulos de la visión humana. Varias hileras de árboles después, echaron a correr. Fue la primera vez en 72 horas que agradeció haber salido de Kiev con unas zapatillas deportivas y el pasaporte como único equipaje. Su dirección: Przemysl.
En esta ciudad del sudeste polaco, es difícil saber a qué huele la estación, pero suena a caos ordenado. La megafonía anuncia viajes gratis a Varsovia, se oyen gritos para saber el andén del tren camino de Berlín y el gemido de maletas arrastradas sin fuerza que una vez tuvieron ruedas. También el micrófono de las televisiones probando antes del directo, los abrigos fundidos en un abrazo y el “clac” de cargadores conectándose a enchufes mejor guarnecidos que las primeras defensas alrededor de Kiev.
En apenas unos días, esta población se ha convertido en el epicentro de la llegada de refugiados procedentes de Ucrania. Algunos lo hacen en tren. Otros, tras atravesar uno de los nueve puntos de acceso habilitados en la frontera. Allí donde niños, mujeres e inmigrantes cruzan a Europa al tiempo que grupos de hombres regresan al país que los vio nacer. Todo para engrosar las filas de un ejército que se resiste a perder la capital tras haber sido sorprendido por el ataque ruso del jueves pasado.
“Lo he dejado todo atrás”, resume Kateryna, que ha llegado a la estación de tren con sus dos hijos abrazados a su cintura. Como ella, cerca de 700.000 personas han alcanzado ya suelo comunitario en apenas una semana. Se estima que cada día cerca de 150.000 escapan, Naciones Unidas teme ya que se convierta en “la mayor crisis de refugiados de Europa en lo que va de siglo”.
Familias como esta son ayudadas por tipos como Oskar, un profesor de derecho de 30 años que ha recorrido 400 kilómetros para facilitar los traslados. O como Martin, de 33, que ofrece camas en su propia casa, a 100 km, donde le esperan su mujer, su hija y su hijo.
“Somos un país católico y siento que debo ayudar. Además, no sabemos qué será de nosotros en el futuro, puede que mañana necesitemos ayuda”, responde Martin tras dejar su teléfono en una lista de contactos manejada por los bomberos.
Miles en busca de auxilio
Dos de ellos son Jakub y Kamil. Con gran paciencia y rotuladores de colores, apuntan los teléfonos y nombres de los miles de ciudadanos anónimos presentes en la estación y que han inundado la localidad acudiendo al auxilio. Todas las aceras alrededor del centro están ahora ocupadas por coches en marcha para mantener la calefacción durante la noche y aguardar la llamada para la que se desplazaron hasta allí.
Pero no todos son polacos, algunos han acudido desde más lejos. "Tengo una fábrica en la que trabajan muchos ucranianos y al escuchar que la guerra había explotado, decidí venir", cuenta un estonio cuyo nombre se pierde en el barullo tras atender a una cadena de televisión. "La primera intención era ayudar a amigos de nuestros amigos, pero no funcionó, así que ahora trabajamos mano a mano con los voluntarios polacos y el Consejo de Refugiados estonio", añade su compañero Andy. En cada viaje gestionan la salida de 5.000 personas.
También han llegado desde Alemania, República Checa e Italia. Nadie sabe cómo, pero la ayuda se ha organizado sobre la marcha y parece que funciona. Además, cada día que pasa, los voluntarios perfeccionan el sistema facilitando el tránsito de personas y la entrega de productos básicos traídos de grandes ciudades como Lublin o Cracovia, aunque una incógnita sobrevuela en el este: ¿cuánto aguantaran las fuerzas si apenas relevan turnos?
Extorsión y racismo
Con heridas en las manos y ampollas en los pies, Chris niega las acusaciones de racismo que han surgido en las últimas horas contra las fuerzas de seguridad ucranianas encargados de la frontera. Nacido en la República Democrática del Congo, va acompañado de Gervinho, otro compatriota que cruzó con dos hijos y que interrumpe la conversación señalando su piel: “¿Si hubiera algún problema, crees que estaría aquí? Primero las mujeres y los bebés. Luego los hombres. Muchos no quieren escuchar y complican el viaje al resto”.
Sin embargo, nadie parece ponerse de acuerdo. La mayoría de estas denuncias son de estudiantes que se desplazaron hasta Lviv y que, con las primeras sirenas antiaéreas, decidieron continuar su camino hasta Europa. Algunos hicieron este tramo de 15 horas a pie. Otros contrataron taxis y coches que les acercaron hasta el primer círculo de seguridad y decidieron continuar caminando. En los últimos kilómetros golpearon puertas y ventanas de autobuses para subir y ser aceptados en la entrada.
Mirella fue una de estás últimas, tras escapar, “como en las películas”, del bosque en el que se vio atrapada y volver a la carretera. Con una baja en el grupo, confiesa que logró pasar la frontera por su conocimiento del idioma y la ayuda que prestó a una mujer con su hija.
“Fue pura suerte. El chófer era de la misma ciudad en la que estudié y se sorprendió al escuchar mi ucraniano”, revela. “A la niña le conseguí unos pañales y la tapé para que hiciera pis sin bajarse del autobús, después, la mamá me defendió”. Aún y todo, no fue gratis. El precio: 400 dólares y las gracias. Otro joven del mismo autocar realizó el pago y antes de franquear el control le empujaron fuera.
Un estudiante libanés de Járkov que prefiere no identificarse cuenta una historia similar. En su caso, el soborno ascendió a 500 dólares para sellar el pasaporte. Mavi Doñate, corresponsal de TVE en París, también compartió un testimonio semejante: a la ucraniana Paulovska le exigieron 5.000 dólares llegando a Rumanía.
Y, a pesar de que extranjeros de otros continentes también han denunciado los abusos de los funcionarios, la fuerte presencia de nigerianos, costa marfileños, guineanos o marroquíes en las plataformas de Przemysl pone en duda la existencia de un sistema generalizado de discriminación a la salida de Ucrania. Aunque podría cambiar pronto.
Las universidades envían correos a los alumnos llamando a defender “NUESTRO” –en mayúsculas—país. Algunos hospitales también han remitido mensajes similares a sus clientes y los últimos rumores apuntan a una posible obligación de defender las ciudades para los hombres de cualquier nacionalidad que pretendan salir del país. ¿Ocurrirá? Nadie lo sabe todavía, pero la respuesta estándar de muchos ucranianos es: “Estamos en guerra”. Y la guerra nunca fue demasiado amiga de la ley.
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