Lo que para él fue “el momento decisivo”, para su vecino supuso quedarse sin casa. Así son los tiempos y la fortuna en primera línea de guerra. Siete días llevaba Vadym Tymoshenko dentro del apartamento, escondido en las zonas más seguras como el baño, cuando el impacto de un misil destrozó el ala izquierda de su bloque de viviendas. El “principal problema” que tenía entonces era convencer a sus padres para huir de Járkov.
“La situación empeoraba y cada vez era más peligrosa. De seguir igual, hubiera sido más difícil moverse. Ahora miro cómo esta la ciudad y veo que gran cantidad de viviendas civiles están destruidas”, cuenta este barman de 26 años.
Sin embargo, aquella mañana no fue en la que su familia y él decidieron huir de la segunda urbe más grande Ucrania. Tan solo apilaron almohadas, las colocaron en las ventanas y se encerraron en el sótano de su edificio. “Nos quedábamos quietos cuando escuchábamos los bombardeos, es mejor no tratar de moverse cuando empiezan los disparos”, expone para justificar por qué no abandonaron su hogar en días previos.
“El principal escollo eran mis padres. Ellos querían cuidar de la abuela y de otras personas que apreciamos. Pero estaban tan asustados que no eran capaces de tomar ninguna decisión inteligente. Antes o después, lo más probable es que nos hubiéramos quedado sin comida, lo mejor era moverse. Y el tiempo me ha dado la razón. Está claro que cada día es más difícil salir de Járkov”, insiste Vadym.
Como él, otros once millones y medio de ucranianos se han visto forzados a escapar de la ofensiva rusa y más de un tercio (4,4 millones) han cruzado las fronteras terrestres desde el inicio de la invasión. Números que ocultan rostros, y un sistema vital para preservar vidas. De no haber sido por la gran penetración del ferrocarril a lo largo de Ucrania, estos desplazamientos masivos hubieran sido prácticamente imposibles. Son cerca de 1.400 estaciones, viajes a cualquier hora del día y de la noche, y billetes gratuitos.
Kramatorsk, punto de inflexión
Un transporte seguro –aunque ha habido algunos ataques en el este, oeste y parte central desde la escalada del conflicto—hasta la mañana de este viernes, cuando dos misiles impactaron en la estación de Kramatorsk, la ciudad administrativa de la provincia de Donetsk.
Los datos, en constante actualización, confirman más de 50 fallecidos y un centenar de heridos, de las cerca de 4.000 personas que aguardaban los vagones que les iban a alejar del peligro. El Donbas lleva ocho años en guerra y, tanto los movimientos de tropas, como la multiplicación de ataques, confirman que será de nuevo en el este de Ucrania donde se libre una contienda que puede marcar el devenir de Europa y el orden mundial.
El peligro es real. Tanto, que el gobernador de la región pidió de nuevo a los ciudadanos, a principio de semana, que abandonaran sus casas. La atrocidad cometida en Kramatorsk, donde mayoritariamente se encontraban jubilados, mujeres y niños, ha cambiado la situación y muchos locales no saben qué hacer.
Lo mismo les ocurrió a los padres de Tymoshenko a principios de marzo cuando, por tercer día consecutivo, se vieron sin saber qué ocurría fuera. “No dejaban de llorar, vi el miedo en sus ojos. Creo que ese es el mayor dolor que se puede sentir en el corazón. De verdad, lo peor que puedas imaginar no se parece a una guerra”, confiesa.
El 7 de marzo y con la comida escaseando, comprobaron que su coche estaba averiado. Llamaron a un taxi y se marcharon con lo puesto a la estación. Antes tuvieron que conseguir un vehículo que les devolvió a la realidad de una guerra. “Fue un shock, pagamos veinte veces el precio normal, pero no había otra opción”, cuenta. “Aunque no le juzgo, poca gente arriesgaría su vida por siete dólares mientras llueven misiles en la ciudad”.
Dnipro, estación temporal
El tren les dejó finalmente en Dnipro, la última defensa natural de Ucrania y uno de los principales focos de recepción de desplazados en el interior del país. Desde allí, la mayoría sigue su paso hacia el oeste, e incluso a Europa, pero otros tantos se quedan en la ciudad industrial por más que las autoridades recomienden continuar el trayecto.
Es el caso de Tatyana Gelbova, una mujer de 68 años con tan solo un recuerdo bonito de la Unión Soviética: la belleza de su juventud. Hace tres semanas que, parapetada tras una pared, las anécdotas de vecinos encontrando a otros amigos muertos en las calles de Severodonetsk, ciudad administrativa de la provincia de Lugansk, enmudecían por el eco de los disparos.
A duras penas se montó en un autobús con su perro y con su gato. Era mitad de marzo y estaba sola. Hacía más de una semana que su hija y su nieta, con las que vivía, habían tomado el mismo trayecto que les llevó, finalmente, a Dinamarca. A la espera de papeles que le ayuden a llegar allí, Gelbova duerme en la segunda planta de un local utilizado hasta hace no mucho como un bar.
“Teníamos un hogar, familia, planes… hasta pensábamos dónde podría ir a estudiar mi nieta… Yo me dedicaba a cocinar y cuidar de la casa, mi hija, mientras nos sacaba a delante con sus dos trabajos. Era simplemente una vida tranquila y sencilla”, responde preguntada sobre qué echa más de menos.
Ella fue una de las ucranianas que no huyó en 2014 con la autoproclamación de las repúblicas populares de Donetsk y Lugansk y ha vivido casi una década muy cerca de la línea enemiga. No obstante, reconoce, la situación no tiene nada que ver. Para ella, hace ocho años “no hubo realmente una batalla seria”. “Ahora, en cambio, han destrozado hospitales, tiendas y casas de la gente”, explica.
Menciona las ventanas y el frío de un febrero que terminó con el intento del Kremlin de tomar Ucrania con un ejército que subestimó a las fuerzas de su enemigo. También aprovecha y critica a los países extranjeros que "miran mientras el pueblo ucraniano sigue muriendo”.
–¿Crees que Ucrania ganará a guerra?
–No tengo duda– responde alzando las manos y echando el cuerpo hacia atrás.
De ser así, la única pregunta es cuál será el precio. Rusia parece haberse cobrado parte en Kramatorsk.
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