Si algo duele en Ucrania es el llanto desconsolado de una despedida. La desesperación de ciudadanos anónimos cuyos nombres oculta el dolor. Las lágrimas derramadas con un desconocido, como si no hubiera nadie, como si no ya quedara nada más. Poco han dejado los ataques aéreos y la artillería en la pequeña ciudad de Borodyanka, a unos 50 kilómetros al noreste de Kiev.
Situada no muy lejos de urbes que han cobrado relevancia en jornadas previas del conflicto, como Irpín y Bucha -donde esta semana se han encontrado centenares de cadáveres en las calles-, el Ejecutivo de Volodímir Zelenski temía que esta población hubiera sufrido la mayor masacre de la región. Prácticamente un mes bajo el yugo del Kremlin: desde el inicio de marzo, hasta la reciente huida en dirección a la frontera bielorrusa.
Cuatro semanas de combates que no han dejado piedra sobre piedra. Familias diezmadas, blindados calcinados y muchos cristales rotos. Los edificios sin ningún daño quizá puedan contarse con los dedos. Llevándose las manos a la cabeza, un experimentado fotoperiodista sueco lo expresaba así, tras tomar imágenes de bloques residenciales reducidos a escombros por bombas de aviación: "Grozni, Grozni. Esto es como Grozni".
La batalla en la ciudad chechena duró un mes más, dejó miles de muertos y dio paso a la toma de la capital. En esta ocasión, la doctrina de sangre y fuego sobre la población civil no ha sido suficiente para lograr el avance de las columnas rusas sobre Kiev, pero ha dejado un importante número de fallecidos. No existen cifras oficiales, sin embargo, a diferencia de las localidades vecinas, los cadáveres de las aceras ya habían sido retirados este martes. También hay denuncias de robos y ejecuciones.
"Un día de guerra son varios meses de reconstrucción", resume Konstantin, veterano del Donbás que, desde el pasado 24 de febrero, trabaja para la policía de Kiev defendiendo la capital. Con uniforme táctico y un fusil, viaja a este enclave de 12.000 habitantes junto con Vitali, otro exmilitar, experto en artefactos explosivos. El objetivo: inspeccionar campamentos y casas ocupadas por los soldados invasores para evitar accidentes que se cobren nuevas vidas, y buscar pruebas de los crímenes rusos.
La conquista de Kiev
"Vladímir Putin no ha pulsado el botón, los pilotos (de los aviones) sabían que debajo había casas de civiles. Ellos también son responsables del genocidio. Hace no mucho, encontramos en Hostomel documentación sobre las tropas y diplomas que iban a recibir", cuenta en mitad de un bosque que permite el acceso a Borodyanka. El puente que conectaba esta ciudad con Kiev lo volaron los rusos en su huida. Ahora, una pista forestal con profundo barro es la carretera improvisada por la que transitan ambulancias, militares y cámaras de televisión.
En los tramos de autopista, se pueden ver todavía decenas coches que no lograron escapar. Quemados algunos, con agujeros de bala otros, en varios puede leerse una palabra pintada de color blanco en señal de aviso: niños.
Un paisaje funesto que desnuda a una Ucrania que jamás creyó en la invasión total. Un pronóstico fallido que genera cautela ante la victoria en la región de Kiev. ¿Es suficiente con la capital? ¿Cuál será el siguiente precio a pagar? ¿Llegarán a tiempo los refuerzos en el este?
Dudas sin respuesta atravesando campos quemados con vacas que vuelven a pastar, y un gran número de check-points con barricadas que cambiaron de manos a lo largo de los días. Ahora en todos ondea la bandera azul y amarilla.
Población fantasma
Carros de combate y vehículos civiles carbonizados aderezan un horizonte que se adentra en una ciudad desierta. Cuatro jóvenes graban la destrucción en sus teléfonos móviles, una pareja de jubilados observa el trabajo de los bomberos en el interior de los apartamentos, y señoras, casi siempre solas, caminan por la calle con bolsas de la compra, a pesar de que todas las tiendas están saqueadas.
Tatyana, de 63 años, es una de ellas. Sin dientes, con las uñas negras y un aspecto 20 años superior, confiesa que su baja pensión le llevaba a recorrer varias decenas de kilómetros para limpiar oficinas y obtener un sobresueldo. Ahora persigue a militares ucranianos porque la respetan. Cuentan que el día que el ejército ruso entró en la ciudad, ella fue a increparles al grito de "invasores". Ha sobrevivido y está orgullosa.
Otros como Svetlana y Nikita, madre e hijo, tienen menos ganas de hablar. Barren en silencio los desperfectos en la entrada de su farmacia, en la avenida principal. El ataque ruso les ha dejado sin negocio y sin hogar. Donde antes estaba su casa, ahora no hay nada. Un vacío entre dos bloques de viviendas a medio derruir.
Todas las infraestructuras básicas de luz y agua están totalmente dañadas. No hay red telefónica y harán falta muchos años, quizá décadas, para recuperar el aspecto previo de la ciudad. Un escenario al que sumar vejaciones, los muertos que ya han sido enterrados y aquellos que se mantienen bajo los escombros.
Vecinos, amigos y familiares de personas que simplemente lloran delante de edificios que nunca más volverán a ser. Mujeres, la mayoría, en busca de una respuesta que nunca encontrarán. Sueños interrumpidos, vidas perdidas. El dolor de una ciudad reducida a los cimientos.
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