De cuatro en cuatro, los disparos arrebatan la vida de un corazón roto. Han pasado 20 días desde el último te quiero, tres semanas de silencio en tensión por respetar el juramento de amor que cambió a su hijo. Tal fue el compromiso de Igor con el ejército, que en 2014 renunció a formar una familia. Eran otros tiempos, pero la misma guerra. Un conflicto que acumula miles de víctimas en las filas de las fuerzas armadas ucranianas. Según el ejecutivo de Zelenski, sólo en las primeras tres semanas de invasión, 1.300 defensores habrían muerto. Los principales organismos internacionales, no obstante, ponen en duda cifras que podrían duplicarse.
Son las estadísticas de la propaganda. Los muertos que olvidan las derrotas y ocultan las victorias. Biografías como la de Igor Fedorchik, paracaidista de 38 años que servía en la 80 brigada de asalto aéreo. Natural de Leópolis, fue destinado a la región de Jersón, un enclave en el que Rusia querría hacerse fuerte, tras fracasar en la toma de Voznesensk y Mykolaiv, y el posterior avance sobre Odesa. El tercer día de guerra, su luz se apagó.
Lo revelan las flores de camaradas llegados al entierro, lo confirman las muletas de un compañero que camina junto al ataúd, tras sobrevivir al ataque ruso. La información es confidencial, como parecen serlo los fallecidos de un estado que se ha hecho con el control del relato. Sin embargo, las tablas de Excel desactualizadas no son el principal indicador de la hemorragia de un país. Quizás sí, duelos acumulados de madres que aguardan el regreso de sus hijos al hogar que los vio nacer.
Ciudades del oeste como Leópolis, cuna del nacionalismo ucraniano, cuyas calles vuelven poco a poco a la vida mientras sus iglesias honran a la muerte. En el centro histórico, las familias son arropadas por docenas de personas. Un pasillo de honor a los caídos en defensa de la patria. Seis soldados desfilan con el féretro a hombros, mientras un tambor y la trompeta enmudecen los sollozos de vecinos que reciben arrodillados a héroes como Igor.
Del funeral al cementerio de nazis y soviéticos
Siempre en la catedral jesuita de San Pedro y San Pablo, siempre a las 11.00 horas. En el interior, las lágrimas se deslizan bajo la atenta mirada de los frescos de San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier, y los retratos de menores que perdieron a sus progenitores en la guerra del Donbás. “Sueño con construir un tranvía a la nube donde vive mi padre”, reza el testimonio de Zakhar, de sólo seis años. Su mirada profunda contrasta con los ojos perdidos de Miroslava. Bajita y de pelo cano, preside la ceremonia en la que todos alaban las virtudes de un hijo que nunca más podrá abrazar.
Una despedida gestionada y sufragada por el consistorio que, incluso, facilita autobuses para desplazarse al cementerio de Lychakiv y dar el último adiós. La necrópolis es la memoria de un país complejo, donde los siglos y la política trazan el bando en el que cada generación tuvo que combatir.
Hay un memorial para los fallecidos de la División Galicia de las SS nazis, otro con los perecidos de la URSS en la gran guerra patriótica, un tercero para ciudadanos polacos que sacrificaron su vida en la región entre 1918 y 1921 y, desde hace ocho años, también existe un espacio reservado para los hijos de la ciudad que viajaron al este a combatir el imperialismo del Kremlin.
La reciente agresión de Putin resalta entre sepulturas de piedra fechadas en 2014 y 2015. Una parcela sin asfaltar, con montículos de tierra y cruces de madera, rompe el equilibrio del campo santo. Tumbas dignas, pero improvisadas, de los últimos difuntos. Dmytro, Kyrylo, Yuri… Hombres -todos- de uniforme cubiertos por ramos de flores aún llenos de vida.
La despedida definitiva
Un brazo baja y la tercera salva de cuatro disparos simultáneos arranca los últimos gemidos de Miroslava. Quedan lágrimas por derramar, pero nadie se atreve a hacer ruido. Sólo el himno nacional y las paladas de tierra golpeando el féretro rompen el silencio. Un recordatorio a los presentes del precio de una guerra que pagan tipos como ellos. Ciudadanos anónimos, residentes de una población -a 1.200 kilómetros de Moscú- que este sábado volvió a ser atacada con misiles, y que teme nuevas represalias.
“Los defensores se sacrifican por amor a nosotros, a nuestros familiares, a Ucrania. En su corazón no hay odio. Él desempeñó su deber por amor. Todo el mundo tiene una misión y él cumplió la que Dios le encomendó”, resume Natalia, la cuñada del fallecido, arropando a su esposo tras depositar la última corona.
Todos saben que habrá más víctimas. 24 horas más tarde, el hierbín pisoteado por algunos asistentes se transformó en un nuevo altar. Vidas que terminarán perdidas en la memoria del olvido. Pero en Ucrania todavía no hay cuentas pendientes, el pueblo está unido y confía en la victoria. Parece difícil doblegar a un país que honra a sus muertos de rodillas.
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