En rigor, Vladimir Putin tenía solo dos opciones después del derrumbe del frente de Járkov y los continuos ataques partisanos en Jersón y Melitopol. Una era la retirada parcial de tropas, al menos de los territorios del sur, como gesto de buena voluntad de cara a una posible negociación que diera un estatus legal a los territorios anexionados en 2014. La otra era el anuncio de una movilización más o menos general de la población rusa para intentar darle la vuelta a la dinámica militar en los distintos frentes. Aunque todos esperábamos que se decidiera por lo primero, nadie se habrá sorprendido al escuchar lo segundo.
Si dejamos a un lado la parafernalia, es decir, la enésima amenaza del uso de armas nucleares, que hay que entender más como un mensaje interno para su propia población que como una amenaza de verdad para occidente -si tienes pensado atacar con armas nucleares, lo último que se te ocurre es anunciarlo en televisión-, la decisión de Putin parece abocarnos a una guerra muy larga porque, al contrario de lo que muchos entusiastas del Kremlin puedan pensar, da la sensación de que tanto el anuncio de nuevas tropas como el de reconocimiento de los referéndums que se van a celebrar a lo largo de esta semana y la siguiente en Donetsk, Lugansk, Jersón y Zaporiyia, apuntan a una nueva etapa en la que Rusia se va a defender más de lo que va a atacar.
Mandar cientos de miles de reclutas sin formación -unos, porque no la tienen; otros, porque acaban de terminar el servicio militar, y el resto porque combatieron en guerras que en nada se parecen a esta- al frente es condenar a la mayoría a la muerte. En ese sentido, tiene que pasar un tiempo hasta que Rusia pueda contar con nuevos batallones bien preparados, bien armados, eficaces y con moral y valentía suficientes para emprender misiones casi suicidas. Recordemos que ya no hablamos de profesionales ni de voluntarios, hablamos de gente en edad militar que, contra su voluntad, son enviados al frente.
Durante ese tiempo, lo normal es que Ucrania -que también puede seguir mandando cientos de miles de hombres al frente, con la diferencia de que su movilización general dura ya siete meses y buena parte de la formación corre a cargo de expertos de la OTAN- siga manteniendo la iniciativa. Bien haría en explotar cualquier debilidad en medio de la desorganización que se prevé en el ejército ruso en las próximas semanas porque después, hay que reconocerlo, lo va a tener complicado.
El ejército improvisado
¿Qué pretende exactamente Putin con esta movilización parcial? No lo sabemos. El adagio lo hemos escuchado mil veces: "Liberar al Donbás de la represión nazi". Muy bien. Ahora solo queda que nos expliquen qué hacen entonces en Jersón y Zaporiyia y por qué también quieren liberarlas de los nazis que, al parecer, no hay en Járkov, de donde, según su narrativa, se han "retirado estratégicamente" en las últimas semanas. Es todo tal disparate que es complicado encontrarle una coherencia.
No lo intentemos. Lo que hace Putin con el envío de estas 300.000 tropas -el número lo ha dado su ministro de defensa, Sergéi Shoigú, así que probablemente sea falso- es ganar tiempo. Si resulta que, por lo que sea, las cosas van bien y son capaces de reconquistar lo perdido en Járkov, completar la invasión de Donetsk y al menos tomar Zaporiyia antes de declarar su anexión, estupendo. Ahora bien, probablemente él mismo sepa que su escalada va a provocar una escalada en el otro lado. Que Estados Unidos y la OTAN mandarán más armas y de mayor precisión. Que una ofensiva estilo 24 de febrero está ya completamente fuera de su alcance.
Dicho esto, la alternativa de Putin es defensiva: en realidad, esos rusos van a hacer de ejército improvisado de las provincias anexionadas. Van a ser un muro de contención. En sí, esto puede sonar a poco, pero no lo es: Rusia estaba en serio riesgo de perder todo lo ganado en 2014 si la dinámica de la guerra seguía por el mismo camino. Al sobrepoblar el frente, en principio, garantiza una mejor defensa de lo ya conquistado. Ucrania tiene hombres suficientes para defenderse con eficacia, pero no para iniciar una nueva contraofensiva ante un ejército tan numeroso. El precio a pagar sería carísimo.
Si Putin va en serio en esto, y así lo parece, tiene ante sí meses de burocracia por delante. No se trata solo de defender militarmente un territorio sino de organizarlo. Ahora mismo, esa organización, entre los misiles que caen y los actos de sabotaje, es imposible. Otra cosa es cuánto dinero le va a costar a Rusia sostener cuatro nuevas provincias, reconstruirlas a partir de los escombros y mantener ahí esos trescientos mil hombres defendiendo el territorio. Una cosa es que la economía rusa no haya colapsado y otra muy distinta, que esté para excesos.
China no quiere seguir pagando
En ese sentido, es llamativa la inmediata respuesta de China pidiendo a ambas partes una negociación que acabe con el conflicto cuanto antes. Está claro que en Beijing van a seguir del lado de Putin en su cruzada contra occidente… pero también está claro que empiezan a estar un poco hartos de pagarle las facturas. Cuando hablamos de China, hablamos de un país con sus propios conflictos territoriales y con una política de Covid cero, única entre las grandes economías, que está poniendo al país al borde de la recesión. A nadie le interesa que la guerra se prolongue. A China, aún menos.
En principio, a Putin tampoco debería hacerle demasiada ilusión, pero le va el orgullo en ello y eso no es poca cosa cuando se habla de un egomaníaco. ¿Tanto como para destruir el mundo porque no le dejan quedarse con Lisichansk? No creo. ¿Tanto como para seguir jugando al rojo y doblando las apuestas solo por demostrar que él nunca pierde? Eso sí puede ser. Ahora bien, toda decisión de ese tipo tiene sus riesgos: la movilización parcial generará un profundo malestar en la población rusa, en todas sus capas. Primero, porque muchos se librarán por ser quiénes son y eso generará una enorme rabia más o menos soterrada. Segundo, porque los que no se libren van a algo parecido a la muerte segura. Tercero, porque volvemos al tema económico: trescientas mil personas dejarán sus trabajos para servir al ejército.
Todo junto deja un caldo de cultivo peligroso. Siempre se piensa que no se puede hacer nada contra los dictadores, hasta que de repente caen. Pocos mueren tranquilos en la cama. Ni Gadafi ni Mubarak esperaban ser derrocados a principios de la década de 2010; tampoco los ayatolas esperaban las actuales protestas en Irán. La represión funciona hasta que deja de funcionar. Hasta que el propio ejército siente que su futuro está en peligro, que sus compañeros mueren gratuitamente y que, en vez de volver a los tiempos de la Rusia imperial, el Kremlin está humillando al país de cara al extranjero. Ahí, es cuando las cosas cambian. De un día para otro. Si esta no es la última carta de Putin, desde luego, lo parece.
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