De las múltiples reacciones a la oleada de bombardeos sobre objetivos civiles ucranianos de este lunes, cabe destacar la del presidente francés, Emmanuel Macron. Macron, cuya actividad diplomática internacional está siendo frenética estos días, incluyendo las negociaciones entre Armenia y Azerbayán, afirmaba tras conocer la intensidad y gravedad de estos ataques que “la guerra entraba en una nueva fase”. Tenía razón hasta cierto punto: al fin y al cabo, cebarse con la población civil ya era la estrategia de Putin al inicio de su invasión.
Lo que se dio en llamar “guerra de atrición”, es decir, la violencia desmedida contra los núcleos de población civil para provocar el pánico en el enemigo y su rendición, fue la estrategia preferida del Kremlin en marzo y abril. Se habla mucho de que esta es una reacción propia de quien tiene la espalda contra la pared, pero se olvida fácilmente que, cuando parecía ir ganando, Putin ordenó los bombardeos sobre Kiev, las matanzas en Bucha, los misiles sobre la maternidad y el teatro de Mariúpol, lleno de familias sin hogar, o la masacre de la estación del tren de Kramatorsk.
En ese sentido, se puede decir que la guerra vuelve al punto de inicio. Es lo que llevaban pidiendo en distintos medios los “halcones” del régimen desde que la caída del frente de Járkov y, después, la del norte de Jersón hiciera imposible seguir defendiendo la teoría de la victoria rusa a fuego lento. Incluso el expresidente Dmitri Medvedev no deja de insistir en la amenaza nuclear en cuanto tiene oportunidad, repitiendo como un loro que es Occidente quien no les deja otra opción que escalar y escalar en su respuesta militar.
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Lo que se ha demostrado en el día de ayer es que, entre el uso de armas no convencionales, un movimiento que llevaría a Rusia al desastre, y la inacción aparente de los últimos meses, hay términos medios. La explosión del puente del estrecho de Kerch, en Crimea, ha podido servir como excusa, pero lo que hay detrás de estos ataques a parques infantiles y edificios de oficinas en distintas localidades ucranianas es en realidad el frío cálculo de un hombre que se ha ganado una reputación en el mundo militar por su crueldad y su ausencia absoluta de escrúpulos: el general Serguéi Surovikin.
El ”General Armagedón”
Surovikin pasó a los libros de la ignominia gracias a su campaña de terror en Alepo, durante la guerra civil de Siria. Surovikin, junto al cesado Alexander Dvornikov, fue uno de los máximos responsables de los bombardeos continuos a la segunda ciudad más poblada de Siria y donde se refugiaban la mayoría de los enemigos del régimen de Bashar Al-Asad. Dichos bombardeos causaron la muerte de cientos de civiles, incluidos niños, y fueron la guinda de una operación salvaje que duró dos años y que incluyó el uso continuo de armas químicas.
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Surovikin también tiene experiencia como soldado en Afganistán, Tayikistán y la segunda guerra de Chechenia. Desde la adolescencia, allí donde la Unión Soviética o Rusia han necesitado a alguien despiadado que llevara al límite las órdenes de sus superiores, allí ha estado Surovikin. Su designación la pasada semana como comandante en jefe de las fuerzas rusas en Ucrania, con el apoyo tácito de Eugeni Prigozhin, director del Grupo Wagner, ya indicaba una posible vuelta a los peores hábitos de la primavera pasada.
Ahora bien, la duda sigue siendo de qué es capaz Surovikin que no hubiera contemplado y descartado antes Dvornikov. Más bien parece un cambio cosmético, una cesión a los grupos más nacionalistas del entorno del Kremlin. El “General Armagedón”, como le ha dado en llamar la prensa británica, ha comenzado su periplo en Ucrania con un ataque desmedido, pero en apariencia ineficaz desde el punto de vista estratégico a falta de concretar la magnitud de los daños. Si bombardear parques infantiles ya es moralmente abyecto, en términos militares es inocuo. Nada que ver con lo que hizo Ucrania el sábado, es decir, dañar el principal paso de suministro de tropas de Crimea a Jersón, Zaporiyia y el sur de Donetsk. Algo que sí puede cambiar el rumbo de la guerra en el frente sur.
Terror hacia la derrota
Podemos acostumbrarnos a esta asimetría como nos acostumbramos al principio de la guerra. A demostraciones brutales de fuerza que aparenten una superioridad inexistente para jolgorio de los medios prorrusos. Después de siete meses y medio de guerra, ambos bandos se van quedando sin armamento. Una opción es utilizarlo con precisión quirúrgica sobre los puntos que pueden decidir el combate sobre el terreno y otra opción es hacerlo con el único fin de atemorizar a una población y a un gobierno que ya están curados de espanto.
De momento, todo lo que sabemos de los ataques del lunes afecta a la población civil. Gente ardiendo en coches, atrapada bajo cascotes, sin luz, sin agua, sin suministros básicos… Ahora bien, en el camino, Rusia no ha recuperado ni un centímetro. Las consecuencias de este supuesto cambio de táctica dependerán de la capacidad de Surovikin de aprender de los errores del pasado y gastar sus misiles en objetivos militares, aunque no vendan tanto. Es lo que hizo Ucrania durante todo el verano: castigar la retaguardia del ejército enemigo y desfondarlo hasta que no le quedó más remedio que huir al primer ataque serio.
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¿Va por ahí Surovikin? No lo sabemos. Tal vez lo sepa Macron y por eso ha dicho lo que ha dicho. Los recursos de Rusia siempre van a ser más limitados de los que públicamente reconozca. Su concepto de “escalada” es puramente mediático, siguiendo una lógica basada en el terror frente a la eficacia. Van a hacer aquello que más ruido provoque, que más portadas cope, que más sensación de peligro cause en Occidente. El único objetivo sigue siendo que, tarde o temprano, tanto la OTAN como la Unión Europea cesen en su apoyo a Ucrania por miedo a algo aún más grave. La citada escalada nuclear que lleva tiempo defendiendo Medvedev.
Falta de escrúpulos
Dicho esto, los caminos de la guerra no convencional no son seguros para nadie. Uno se los puede permitir cuando lucha contra la oposición a un dictador sirio en una ciudad indefensa. A nivel de superpotencias, la cuestión es más delicada. De momento, lo que deja claro este ataque es que Occidente debe hacer llegar mejores baterías antiaéreas a Ucrania. En ese sentido, no hay la más mínima señal de un paso atrás en la defensa de la independencia del país liderado por Volodimir Zelenski.
El ”método ruso” de combate -y ahí da igual a quien pongas: Gerasimov, Dvornikov, Surovikin…- siempre se ha basado en el aplastamiento. ¿Puede aplastar el actual ejército invasor a las tropas ucranianas? No lo parece. ¿Podría mermar su moral con ataques a civiles? No fue así en primavera. ¿Lo conseguiría utilizando armas nucleares tácticas? Tendría que utilizar tantas para conseguir un efecto notable en el frente de batalla que es casi imposible que sus consecuencias no acaben afectando al propio ejército y a la propia población rusa.
Los problemas de Rusia en estos meses de guerra no han estado en la falta de escrúpulos. Eso es materia de tertulianos acelerados en la televisión estatal. Rusia no ha mostrado piedad alguna allá por donde ha pasado. Los problemas tienen que ver con la ausencia de tropas preparadas, la calidad y cantidad de su armamento y las decisiones estratégicas, basadas más en el orgullo y la prepotencia que en la adaptación a cada momento y cada situación en la guerra.
Cambiar a un general por otro más bruto puede provocar grandes aplausos patrios y un cierto miedo en el extranjero. Es normal. Sin embargo, no tiene pinta de que vaya a influir demasiado en el devenir de la guerra en sí. Rusia debe apostar por la precisión en el ataque a infraestructuras militares, todo lo que sea gastar armamento en exhibiciones de crueldad innecesaria solo se puede entender y valorar en términos de propaganda.
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