Dos días (y una noche) en el frente de Vuhledar: la cara más oscura de la guerra en Ucrania
La mayor parte de soldados en las trincheras del Donbás lleva un año o más sin ver a sus familias, durmiendo en sótanos y soportando los ataques rusos.
13 marzo, 2023 02:12El sonido de un dron sobrevolando nuestras cabezas es inconfundible. Los soldados que están a mi lado aseguran que no hay peligro, que las cuatro tablas que hacen de tejado en la trinchera donde nos encontramos impiden que el dron "nos vea". Pero las líneas rusas están a tan sólo 800 metros de la posición, y es imposible no pensar que si ese aparato volador envía nuestra imagen al militar ruso que lo está dirigiendo mediante un control remoto, en menos de 30 segundos un proyectil podría impactar en el lugar exacto donde estamos. Tan sólo 30 segundos; la diferencia entre la vida y la muerte en una trinchera.
Unas horas antes de escuchar el zumbido del dron, en un coche de camino al frente de combate de Vuhledar, la banda sonora era muy diferente. DJ, el soldado que conducía, hacía honor a su nombre de guerra y nos amenizaba con una sesión de techno que hacía vibrar los altavoces del Land Rover.
Con la música a todo volumen, y sorteando los enormes baches que cuajan las carreteras –resultado de la lluvia de proyectiles que las tropas del Kremlin lanzan constantemente sobre esta parte del Donbás–, llegamos hasta uno de los búnkeres donde viven los soldados ucranianos destacados en el frente.
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Varias hileras de luces led iluminaban de forma tenue el subterráneo. Cinco soldados y un enorme conejo blanco y negro esperaban al final de las escaleras. La mascota iba detrás de ellos a todas partes, como si fuera un perro. "Sólo tiene tres meses, lo encontramos casi recién nacido entre los restos de un bombardeo. Se llama Vasyl", aclaraba el comandante de la unidad.
El sótano está repartido en varios espacios que hacen las veces de dormitorio y salón. Hay literas, sillas y varios sofás. Y, sobre las mesillas improvisadas, entre las camas, pueden verse libros, crucigramas, juegos de mesa y otros objetos personales. Es su hogar. Han convertido un sótano en un hogar, en mitad de la guerra.
Viven un total de 10 hombres, que hacen turnos de 12 horas en las trincheras. Cuando son relevados de su turno, aprovechan para asearse, comer, dormir y hablar por teléfono con sus familias. No hay electricidad ni agua corriente, pero tienen 4G gracias a Starlink –el sistema de internet por satélite que el polémico Elon Musk posicionó en el cielo de Ucrania cuando comenzó la invasión rusa–.
Heridos que piden volver al frente
El de Vuhledar es un frente de combate donde el Ejército ucraniano lleva la ventaja militar. Las tropas rusas, apostadas a menos de un kilómetro de esta posición, no han conseguido avanzar en meses, y eso es algo que ha desatado la cólera del Kremlin –que desde la pírrica toma de Soledar no se apunta ningún triunfo en el Donbás–.
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En un intento por cambiar las tornas, este mismo mes de marzo el comandante en jefe ruso Gerasimov decidía trasvasar efectivos desde el frente de Kreminna (en el norte de Lugansk) hasta Vuhledar. Ahora la proporción de tropas rusas que hay aquí es de 20 a uno. Por cada soldado ucraniano hay 20 soldados rusos.
Pero los hombres con los que voy a vivir los próximos dos días no parecen muy preocupados por esto. "Aquí llevamos nueve años en guerra", me recuerda uno de ellos. Me intereso por las bajas en esta posición. "Ha habido muchos compañeros heridos en este último año, los bombardeos son constantes, pero en cuanto se recuperan, vuelven". "¿Todos?", insisto. "Hasta el momento sí, todos. Ahora tenemos a un compañero recuperándose de una conmoción en la cabeza, y nos dice por teléfono que también quiere volver", añade DJ.
Mientras hablo con ellos, el sonido de las explosiones es constante en la superficie; no para ni de día ni de noche. Algunas se escuchan lejanas, otras hacen vibrar las casas. "Este búnker puede resistir un impacto directo de artillería, tal vez dos. El tercero ya no", sentencia otro soldado. A los periodistas nos encanta que nos den información, pero a veces no es la que esperamos oír.
Los que están en el búnker por la noche aprovechan para limpiar sus armas, un proceso especialmente exhaustivo en el caso de los francotiradores. Desmontan los enormes fusiles de precisión casi por completo con una destreza impresionante, y con pequeños jirones de tela limpian cada recoveco. Mientras llevan a cabo el ritual, charlan animadamente entre ellos. Algunos salen a fumar y a hablar por teléfono, y otros preparan la cena.
Es como estar con una familia cualquiera –algo numerosa– cuando vuelven del trabajo: hablan entre ellos, ríen, se muestran vídeos en la pantalla del móvil... Pero entonces reparas en que no están en su hogar, están en un sótano oscuro y húmedo, lejos de su casa y de su verdadera familia y haciendo un trabajo que jamás pidieron hacer. Es la cara más oscura que he visto de esta guerra.
La espera en una trinchera
A las seis de la mañana los soldados comienzan a levantarse y a preparar café. "A las siete en punto iremos a las trincheras", dicen. Antes de partir, la pequeña odisea de lavarse los dientes o la cara sin agua corriente me obliga a pedir ayuda. El mismo pensamiento vuelve a mi cabeza: "¿Cómo pueden aguantar más de un año así?".
En los frentes de combate se conduce muy rápido, aunque las carreteras estén destrozadas. "Rápido y en zigzag, siempre que se pueda", me advirtieron una vez, durante las primeras semanas de la invasión. En Vuhledar cumplen con esa premisa, y se circula a toda velocidad hasta la posición.
La trinchera es un laberinto de pasillos muy estrechos, excavados en la tierra y protegidos con tablas y redes de camuflaje para que los drones no puedan detectarlos. Hay cinco soldados haciendo guardia en distintas partes del entramado. El barro y la humedad, y la estrechez, te obligan a caminar con cuidado. Y es imprescindible llevar casco porque te golpeas fácilmente la cabeza con las vigas de madera con las que apuntalan los techos, extremadamente bajos.
Pregunto cuál es exactamente el trabajo que se hace en una trinchera, y me dicen que la mayor parte del tiempo consiste en esperar. Esperar órdenes, esperar un ataque, esperar un movimiento de las líneas enemigas –que se divisan a través de la mira de la ametralladora que tienen allí posicionada–. Esperar y mantenerse fuera de "la vista" de los drones que están sobrevolando la posición constantemente.
"A veces escuchas uno solo, otras veces son varios", precisa uno de los soldados que hace guardia en la posición más elevada, la posición del tirador. Informan por radio de cualquier movimiento del enemigo, y a su vez les informan a ellos también. Los soldados de la trinchera pertenecen al Destacamento Volyn, del Ejército de Voluntarios de Ucrania. Un cuerpo militar que no tiene salario. Son voluntarios, no cobran por jugarse la vida –y a veces perderla– en el frente de combate.
El último eslabón de la guerra
En la trinchera todo parece relativamente sencillo y, sin embargo, al pensar en los días que acumulan a sus espaldas –sin saber cuándo y de qué manera acabará esto para cada uno de ellos–, te das cuenta de lo terriblemente complicada que es la vida en un frente de combate.
Están en primera línea, viven en sótanos sin ventanas, sin agua corriente ni electricidad –sólo con generadores–, y algunos llevan más de un año sin ver a su familia más allá de la pantalla del móvil. Para la mayoría de ellos, no queda nada de la vida que llevaban hace poco más de año.
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Han cambiado confortables pisos en Kiev, o bonitas casas de campo en Mikolaiv, por un lugar oscuro y peligroso en el que cada día ven cómo caen heridos sus compañeros, o cómo quedan tirados los cuerpos de los civiles –los pocos que se resisten a huir de las ciudades asediadas–, tras los bombardeos rusos que sacuden esta parte del Donbás a diario. "A algunos les alcanza la metralla por todo el cuerpo, es horrible ver cómo quedan", me decía un soldado mientras compartía un café conmigo en la trinchera.
Son imágenes a las que no estaban acostumbrados cuando trabajaban en la construcción, en una oficina o entrenando niños en una pista de hockey. Ahora la guerra se las ha mostrado, y de paso les ha hecho iguales, con los mismos uniformes, compartiendo los mismos sótanos, las mismas trincheras y la misma incertidumbre.
Me despido de ellos después de dos días deseando de corazón que no mueran en el frente de combate. Son el último eslabón en la cadena que es la guerra, una guerra que no pidieron y que ha puesto su vida en pausa de manera indefinida. Antes de decir adiós, me dan una bolsa con manzanas para el viaje de vuelta. Yo vuelvo a un lugar un poco mejor. Ellos se quedan en sus trincheras.