Afganistán tuvo que esperar veinte años para volver al punto de partida con el regreso de los talibanes al poder el pasado 15 de agosto, culminando una fulgurante victoria que coincidió con la caótica retirada de las tropas extranjeras. En la mañana del domingo 15 de agosto, el rumor se hizo más fuerte: los talibanes estaban a las puertas de Kabul.
Pronto las oficinas de los ministerios y otros organismos comenzaron a vaciarse de funcionarios, entre el miedo de una población que se apresuraba a encerrarse en sus casas ante la incertidumbre de lo que se avecinaba. Los talibanes pidieron calma y anunciaron que no avanzarían hacia el centro de la ciudad hasta que se produjese una transición de poder ordenada, pero pocas horas después, para evitar según dijeron, robos y disturbios ante la huida de las fuerzas de seguridad, entraron.
El presidente afgano, Ashraf Ghani, había abandonado ese mismo domingo el país, y al final del día, tras soportar numerosas críticas por su huida rápida y silenciosa, justificó su marcha para evitar "un derramamiento de sangre".
Un Palacio presidencial vacío y el despliegue en las calles de los temidos barbudos islamistas desencadenó una carrera a la desesperada hacia el aeropuerto, donde miles de personas trataban de huir en algún vuelo, desencadenando escenas de caos.
Hay imágenes que forman parte ya de la historia de Afganistán, como una pista abarrotada de gente en la que decenas de personas trataban de subir en un avión en marcha a punto de despegar, o de varios cuerpos cayendo al vacío desde una de las aeronaves.
Evacuaciones
El personal diplomático, advertido por los servicios de inteligencia, había iniciado desde la madrugada del domingo el desalojo de las embajadas hacia el área militar del aeropuerto, donde se instalaron durante un caótico proceso en el que la comunidad internacional trató de cumplir su promesa de evacuar a sus más estrechos colaboradores durante las dos décadas de ocupación. Pero todo se torció.
Ni los más pesimistas habían presagiado que en cuestión de unas pocas semanas las capitales de las 34 provincias afganas irían cayendo una tras otra bajo control talibán sin apenas resistencia, un proceso que se aceleró a partir del inicio en mayo de la última fase de la retirada de las tropas extranjeras.
La comunidad internacional intensificó el proceso de evacuación con el beneplácito de los talibanes, con los que Estados Unidos ya había llegado a un acuerdo en febrero de 2020 en Doha para retirar sus tropas del país en 14 meses. Un salida bajo la condición, entre otros puntos, de evitar que Afganistán volviera a convertirse en santuario de terroristas como ocurrió durante su anterior régimen entre 1996 y 2001, marcado por el apoyo a Osama bin Laden y los ataques del 11-S.
Pero las tropas estadounidenses solo tenían el control de la zona militar del aeropuerto, incapaces de poner orden en el exterior, donde miles de personas se apelotonaban desesperadas tratando de acceder al aeródromo. Hubo estampidas, golpes, niños que se perdían entre la multitud, mientras durante días las familias trataban de avanzar hacia una de las puertas habilitadas.
Y todo fue a peor: el 26 de agosto, el grupo yihadista Estado Islámico (EI) cometió un atentado suicida en uno de los accesos, matando a 170 personas, entre ellas trece soldados estadounidenses. Ya no quedaba más tiempo. El nuevo presidente de Estados Unidos, Joe Biden, que había heredado este proceso de su antecesor, Donald Trump, se comprometió a retirar las tropas del país a finales de mes y, poco antes de la medianoche del 31 de agosto, el último soldado de EEUU abandonaba Afganistán tras dos décadas de conflicto.
Régimen taliban 2.0
Así, en septiembre, poco antes de cumplirse el veinte aniversario de los ataques en Estados Unidos que desencadenaron la invasión aliada y el derrocamiento del primer régimen talibán, los islamistas volvían al poder más fuertes que nunca. Estados Unidos se apresuró a congelar unos 10.000 millones de dólares de las arcas afganas, al tiempo que se cortaba el flujo de ayuda internacional que había sostenido durante años al país, y que suponían alrededor del 43 % de su producto interior bruto (PIB).
Se formaron largas colas en los bancos, donde las autoridades limitaron la retirada de efectivo a 200 dólares semanales, mientras una parte importante de la población había perdido sus empleos, al tiempo que la crisis humanitaria se acentuaba por una economía golpeada por años de guerra, una grave sequía y la pandemia. "El 95 % de los afganos no tiene suficiente comida. La economía se está derrumbando. Se acerca el invierno.
Esto va a ser el infierno en la tierra", advirtió la ONU en noviembre en una llamada de emergencia. Pero aunque la nieve ya llegó, las reticencias de la comunidad internacional continúan. El régimen fundamentalista, a pesar de su esfuerzo por cambiar su imagen, sigue cometiendo serios ataques a los derechos humanos en base a su estricta interpretación del islam, en la que su mayor obsesión es proteger a la mujer de la mirada corrompida del hombre.
Todos recuerdan cómo durante su anterior mandato las mujeres fueron relegadas al interior del hogar y se prohibió la educación femenina. El régimen talibán 2.0 no ha cambiado demasiado, a falta, dicen, de habilitar el contexto ideal para que puedan retomar sus actividades conforme a la sharía o ley islámica.
Las mujeres continúan en general sin regresar a sus puestos de trabajo, con algunas excepciones como en los aeropuertos o en el sector sanitario, mientras las estudiantes de secundaria y de estudios superiores esperan que se retomen las clases.
Sin embargo, y a diferencia del anterior régimen talibán, ahora las mujeres no se callan, y reclaman los derechos obtenidos durante las últimas dos décadas: "¿No somos humanas?", gritan.