Turquía es hogar de 3.2 millones de refugiados sirios. Las tensiones entre éstos y los autóctonos provocó el cierre del cruce fronterizo de Bab al-Hawa, que separa ambos países. Una decisión que se tomó días después de que el presidente turco Recep Tayyip Erdogan anunciara la posibilidad de retomar las relaciones diplomáticas con Damasco.

El domingo pasado, un nacional sirio fue detenido por ciudadanos turcos y entregado a las fuerzas de seguridad tras haber abusado sexualmente "de una niña" que defiende "ser su pariente". Los otomanos, en respuesta, "dañaron viviendas, centros de trabajo y vehículos, propiedad sirios". El resultado fueron 475 individuos arrestados.

La represalia siria llegó días después. Cientos de sirios se manifestaron en las regiones controladas por Ankara en la región de Kayseri. La protesta derivó en enfrentamientos con la policía turca, donde murieron siete personas. El ministro del Interior turco, Ali Yerlikaya, reaccionó y recordó que la xenofobia no está permitida y que es inaceptable que los ciudadanos "agredan a su entorno sin tener en cuenta el orden público, la seguridad y los derechos humanos".

Manifestantes se reúnen con la bandera de la oposición siria en Bab al-Salameh, en la zona rural de Alepo, Siria. Reuters

Durante la guerra civil siria, Turquía desplegó una serie de operaciones tanto terrestres como aéreas, con la intención de proteger sus intereses en el país y en el Kurdistán, para evitar la creación de un estado kurdo independiente en su frontera sur. Además de ayudar en la creación del Ejército Libre Sirio (ELS) para acabar con el presidente Bashar al-Asad y con su régimen autoritario -simultáneo con la Primavera Árabe-.

Tanto la rivalidad entre civiles, como la posible reconciliación de ambos estados, inquieta a Rusia. Un actor que guarda importantes intereses económicos y geopolíticos en Siria, localizada entre Europa y el golfo Pérsico, con acceso directo al océano mediterráneo. Para Rusia, supone la oportunidad de regresar a ser la gran potencia de años atrás, además de equilibrar el poder de la OTAN, organización a la que pertenece Turquía.

Rusia deja migas

Desde 1970, Moscú tiene una base naval en la ciudad siria de Tartús. Al estar situada en la costa, durante la Guerra Fría el puerto fue utilizado para que los buques de guerra en ruta hacia el mar Negro recargaran mercancía o fueran reparados, pero el Kremlin contaba con una presencia militar limitada.

Cuando la Primavera Árabe llegó a Siria en 2011, Rusia fue precavida para mantener a raya sus relaciones con Bashar al-Asad y con los kurdos. "Las fuerzas de al-Assad y la milicia kurda son las únicas que realmente luchan contra ISIS y otras organizaciones terroristas en Siria", dijo en una asamblea de la ONU en 2015 Vladímir Putin, un día antes de intervenir militarmente el país.

Dos años más tarde, en 2017, Moscú y Damasco firmaron un tratado para aumentar la influencia rusa en Tartús durante 49 años. Con este acuerdo se les permite expandir su base naval y concederles la jurisdicción a los buques de guerra rusos en aguas y puertos sirios.

Andrei Krasov, comandante ruso, dijo que la ubicación estratégica del puerto es utilizada para que su país "reforzara su posición en Oriente Próximo como pacificador con la misión de garantizar la seguridad mundial".

Morriña rusa

Es evidente que el afán ruso va más allá de apoyar a Damasco y ganar la guerra contra Estado Islámico, siendo su fin último restablecer su antigua posición global.

La relación con los kurdos no se ha dado 'porque sí'. Este grupo ha jugado y juegan un papel esencial en el conflicto sirio: se enfrentan a ISIS (también en Irak) y reciben apoyo de Estados Unidos

Eurasian Research Institute explica que la alianza con los kurdos permite a Moscú regresar a la región de manera permanente como actor poderoso, que "influye en la política de Turquía, contrapesa a Estados Unidos y debilita las relaciones turco-estadounidenses y turco-OTAN".