Portaaviones ruso Kuznetsov, en la ciudad siria de Tartús, en el mar Mediterráneo.

Portaaviones ruso Kuznetsov, en la ciudad siria de Tartús, en el mar Mediterráneo. Reuters

Oriente Próximo

Rusia se lanza a una ofensiva diplomática en Siria para no perder sus bases navales en el Mediterráneo

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Incapaz de prever la ofensiva de las facciones rebeldes contrarias al régimen de Bashar Al-Asad y de proteger al dictador como sí hizo en 2011, al inicio de la guerra civil en Siria, el Kremlin se ha visto obligado en los últimos días a organizar una retirada masiva de sus barcos y armas en las bases navales de Tartús y Hmeimim. El pánico del primer momento a una ofensiva islamista sobre las instalaciones rusas como represalia por el apoyo de Putin al sátrapa durante tantísimos años parece haber pasado. Dicho esto, aún no hay señales de que los buques hayan vuelto a puerto. Siguen esperando novedades a unos cuantos kilómetros de la costa.

Dichas bases, en especial la de Tartús, llevan más de cincuenta años bajo control ruso. En 1971, el régimen soviético llegó a un acuerdo con Hafez Al-Asad, el padre del depuesto presidente sirio, para poder explotar el puerto con fines militares. Desde 2017, las bases son de uso exclusivo ruso merced al acuerdo al que llegaron Putin y Bashar Al-Asad, que prolongaba ese dominio durante cincuenta años más a cambio del apoyo militar de Rusia al régimen opresor. Exiliado Al-Asad y con el país aún en medio de una guerra de facciones -el THS ha impuesto al primer ministro, Mohamed Al Bashir, pero los enfrentamientos siguen entre kurdos, proturcos, islamistas y grupos locales-, a Moscú no le queda otra que esperar y confiar en que se pueda llegar a un trato parecido con quien salga ganador de esta contienda.

Para ello harán falta buenas dosis de diplomacia y la diplomacia a menudo empieza por el lenguaje: si la semana pasada, los hombres de Al Jolani eran “terroristas” -denominación que también utiliza Estados Unidos para referirse al THS-, el domingo eran “fuerzas de la oposición”. A lo largo de la semana, tanto el portavoz del Kremlin, Dmitri Peskov, como fuentes del ministerio de asuntos exteriores apuntaron a la necesidad de “negociar con todos los grupos” para garantizar una transición pacífica en Siria. Al fin y al cabo, si los talibanes son ahora amigos de Rusia, ¿por qué no lo iba a ser una facción escindida de Al Qaeda?

Como prueba de que nadie se atreve a mover un dedo en un sentido o el contrario tenemos el caso de Israel, que bombardeó masivamente el martes las instalaciones navales del ejército de Al-Asad, destruyendo su marina y dejando inservibles todas las bases… menos las controladas por Rusia. El problema que tiene ahora mismo Putin es que sus guiños diplomáticos no tienen un interlocutor claro. Entre la oposición siria hay un rencor más que justificado hacia Rusia… pero nadie parece dispuesto a caer en la esfera de influencia de Israel y Estados Unidos, así que habrá que buscarse un “patrocinador” en esa jungla que se está convirtiendo Oriente Próximo.

¿Hay alternativa a Siria?

Ahí es donde descansan las esperanzas rusas: que de todo esto salga un gobierno mínimamente estable y ese gobierno necesite armas y hombres para mantenerse en el poder. Es lo que sucedía con el régimen de Al Asad y lo que sucede en media África gracias a grupos de mercenarios del estilo del Grupo Wagner. Por eso mismo, la importancia de las bases navales de Tartús y Hmeimim no puede infravalorarse en absoluto: no solo garantiza la presencia rusa en el Mediterráneo y sirve de contrapeso a los intereses de la OTAN, que tiene ahí a Turquía, sino que esos puertos sirven de paso a Libia y de ahí al resto de África.

En ese punto, lo geoestratégico se confunde con lo puramente económico: Rusia y China, desde hace años, se han lanzado a la conquista de África en lo que podría llamarse un nuevo colonialismo “light”. China controla las infraestructuras navales y ferroviarias de medio continente -ojo, algo parecido se está empezando a ver en Europa- mientras que Rusia garantiza la estabilidad de regímenes atroces que devuelven los favores con materias primas. Si se corta la comunicación con Siria, el Kremlin tendría que buscar alternativas que no parecen tan claras: para empezar, por supuesto, Libia, pero no todo es tan sencillo.

El régimen libio lleva tiempo al borde del estallido civil. Sigue siendo un estado hecho a la medida de un Gadafi… pero sin un Gadafi que lo dirija. La pugna entre distintos grupos políticos ha dejado al país en un estado catatónico, con cambios continuos en el ejecutivo y contrapoderes confusos. En medio, como siempre, el ejército, supervisando todas las decisiones políticas. Dicho esto, ¿puede Libia ser la nueva Siria para Rusia y abrirle sus puertos al Mediterráneo?

Por qué Libia no es Siria

Tendría sentido desde un punto de vista político, desde luego, e incluso acercaría más a Rusia a la frontera de la Unión Europea… pero faltan las infraestructuras. No hay en Libia dos bases navales como Tartús y Hmeimim. No hay cincuenta años de legado y de sinergias. Libia, hasta ahora, no ha sido más que un lugar de paso hacia el resto de África. Convertirla en el epicentro de las operaciones rusas llevaría muchos años y mucho dinero, algo que al régimen de Putin no le sobra tras el tremendo despilfarro que está suponiendo la guerra en Ucrania y las consiguientes sanciones occidentales.

El sueño del autócrata ruso siempre ha sido competir de tú a tú con Estados Unidos y demostrar que Rusia puede mantener en el exterior una influencia similar o incluso mayor que la que tuvo la Unión Soviética. El problema es que cada intento acaba en fracaso al sostenerse sobre tierras movedizas. Fiar el largo plazo a la estabilidad en Libia es un disparate. Hablamos de un estado fallido donde, en cualquier momento, puede suceder algo parecido a lo de su vecino.

En conclusión, perder las bases navales sería tal desastre para Rusia que no le va a quedar otra que negociar con los rebeldes para mantener los privilegios. El asunto será cuánto va a ceder y cuánto van a durar los rebeldes en el poder hasta que lleguen otros rebeldes que les quiten de en medio. El régimen de Vladimir Putin ha sido uno de los principales motores a la hora de convertir el mundo en un lugar azaroso y volátil. Pensaba que, en el río revuelto, Rusia emergería triunfante. Irónicamente, ha acabado sucediendo todo lo contrario.