Hay determinadas situaciones ante las que el cuerpo necesita reaccionar de la forma más rápida posible. Un clásico ejemplo de este tipo de reacción es lo que ocurre cuando tocamos un objeto demasiado caliente. Antes de llegar a quemarnos, retiramos la mano con un veloz movimiento que nos ponga a salvo de inmediato. De hecho, es tal la velocidad a la que esto sucede que ni siquiera pensamos en cómo actuar, sino que respondemos de manera involuntaria, casi automática. Parece como si nuestro organismo estuviese preparado para enfrentarse en tiempo récord a ciertas circunstancias de la vida cotidiana. Son los llamados actos reflejos. Una respuesta a toda velocidad El responsable de estas rápidas reacciones del cuerpo se conoce como arco reflejo. Se trata de una vía nerviosa en la que no interviene el cerebro, ya que si este estuviese implicado, supondría la elaboración de una respuesta consciente que tomaría demasiado tiempo para determinadas situaciones. Por el contrario, el arco reflejo utiliza un “atajo” que precisamente le permite responder a la máxima velocidad posible. La principal diferencia con respecto a otro tipos de respuesta llevados a cabo por el sistema nervioso es que la del acto reflejo es una respuesta involuntaria. En primer lugar, un estímulo que normalmente supone una amenaza o un daño físico es captado en los receptores sensoriales del cuerpo, que están ligados a los órganos de los sentidos. De manera que a través de gusto, tacto, olfato, oído y vista, se reciben, gracias a neuronas sensoriales, los estímulos (la alta temperatura de la olla en la que estamos cocinando) que son rápidamente enviados hacia un cento reflejo situado en la médula espinal. Ésta es capaz de producir una respuesta inmediata que será conducida por neuronas motoras hasta los distintos músculos encargados de ejecutar la acción correspondiente (retirar la mano del recipiente). Reacciones espontáneas del día a día Los actos reflejos no sólo están relacionados con el aumento súbito de temperatura en la piel. Encontramos varios ejemplos en nuestra vida cotidiana, gestos que se escapan a nuestra voluntad pero que sin embargo protagonizan numerosos momentos en los que el cuerpo no puede evitar reaccionar de cierta manera. De hecho, no todos respondemos de igual modo ante un mismo estímulo. La rapidez del acto reflejo dependerá del umbral de intensidad, la mínima intensidad que tiene que darse para que se desencadene una respuesta. Por consiguiente, cada uno presenta diferentes comportamientos puesto que este umbral es específico para cada individuo y también especie. Esto permite explicar por qué ciertas personas presentan tendencia a lagrimear más que otras, por ejemplo. La presencia de humo, polvo, tierra o también de esencias fuertes irrita las glándulas lacrimales provocando una mayor producción de lágrimas. En el caso del estornudo, al estimular la membrana pituitaria, se produce una espiración involuntaria en la que el aire se expulsa violentamente de los pulmones. Por ello el estornudo se hace más frecuente en personas alérgicas o que son más vulnerables a las infecciones gripales. Cerrar los ojos para prevenir la entrada de sustancias extrañas o bien como medida de protección ante un golpe es también un buen ejemplo de acción involuntaria. Otros actos reflejos que no podemos controlar son el rubor, la salivación, los calambres, la famosa “carne de gallina” e incluso el hipo, del que os hablamos hace ya tiempo. En cualquier caso, sea cual sea el umbral de intensidad, lo que sí esta claro es que aquellos reflejos destinados a evitar el dolor tienen preferencia sobre otros. Es decir, la respuesta involuntaria tiene como finalidad protegernos ante los estímulos internos y externos, en especial aquellos que suponen una mayor amenaza. Así que, presumas o no de reflejos de ninja, puedes estar tranquilo; tu cuerpo sabrá defenderse por sí solo. Fuente | APA