Con la carrera de los nanómetros a punto de llegar a los límites de la física es el momento de encontrar los nuevos campos de batalla que hagan que nuestros ordenadores y teléfonos den un paso adelante.

Para quien no la conozca, la Ley de Moore es una teoría de 1965 según la cual cada 12 meses se puede doblar la potencia de un procesador al mismo tiempo que se reduce su coste a la mitad. Durante más de 50 años esta ley se ha cumplido con creces, lo que ha permitido que los ordenadores pasen de ocupar habitaciones enteras a caber en un reloj, sin embargo en los últimos años los avances se han ido frenando.

Por un lado los chips ARM han tenido una progresión espectacular, pero por el otro Intel está teniendo problemas para cumplir una ley que formuló uno de sus propios fundadores. En vez de cada 12 meses a día de hoy necesitan al menos 30, lo que pone en duda la vigencia de la teoría de Moore. En estos 50 años hemos llegado bastante lejos, pero la próxima generación de ordenadores está llamando a la puerta (realidad virtual, inteligencia artificial, coches autónomos, internet de las cosas…) y seguimos necesitando esa nueva generación de procesadores para hacerlos realidad.

No sobra más espacio

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Esta ralentización se debe en gran parte a que la miniaturización ha llegado a tales extremos que resulta físicamente imposible ir más allá. De la tecnología de 10.000 nanómetros (nm) que se usaba en 1971 hemos llegado hasta la tecnología de 10 nanómetros en 2017. La reducción es brutal, pero ir más allá cada vez es más difícil.

Sólo para desarrollar el siguiente paso (7 nm) se calcula que se van a necesitar más de 100 millones de dólares, algo que reduce considerablemente el número de compañías capaces de lograrlo. Que los procesadores móviles vayan más allá resulta prácticamente imposible sin grandes avances tecnológicos.

Los nuevos campos de batalla de los procesadores móviles

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Según Quartz, mientras esperamos a que avances tecnológicos como el Vortex Laser ocurran, los nuevos campos de batalla de los procesadores móviles en los que deben centrarse los ingenieros son la temperatura y la densidad de batería.

Al igual que ocurre con los motores de combustión, cuanto más rápido funciona un procesador más se calienta. Esto no sólo incomoda al usuario si no que en casos extremos puede resultar un gran problema (puede acabar fundiendo el propio chip o causar quemaduras).

En los ordenadores de sobremesa la solución es bastante sencilla, basta con poner un potente sistema de refrigeración activa, pero a partir de los portátiles la cosa se empieza a complicar. Añaden peso, gastan preciados recursos e incluso comprometen el diseño. De ahí que la única solución pase por una refrigeración pasiva más eficiente (a base de nuevos geles, pastas y fibras flexibles) que permita a los procesadores funcionar a más potencia sin sobrecalentarse.

Y lo mismo ocurre con las baterías: cuanto más potencia sacamos de un chip más energía necesita. El problema reside en que las baterías no han progresado al ritmo necesario. Sólo tenemos que ver ejemplos como el del Galaxy Note 7, cuyos problemas de batería han demostrado que no es nada fácil diseñarlas y fabricarlas, o el del nuevo MacBook Pro de 15”, que apenas llega a las 10 horas prometidas.

Por el momento los sistemas de carga rápida están sacándonos del apuro, pero no son más que un apaño. Es necesario que las baterías de litio sean más duraderas, seguras y eficientes o que aparezca una nueva forma de almacenar una gran cantidad de energía en poco espacio.

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