Buena parte de la evolución científica viene precedida por las grandes catástrofes naturales. Éstas ayudan a los investigadores a conocer, de primera mano, los mecanismos por los que se rige el planeta a gran escala y se convierten en laboratorios improvisados. La erupción del Cumbre Vieja de La Palma es el mejor ejemplo de ello, con decenas de geólogos viviendo en directo cómo funciona un volcán y que, seguro, ayudará a comprender mejor las particularidades de los volcanes canarios.
A lo largo de la historia, este tipo de investigaciones han conseguido desvelar algunos descubrimientos prácticamente por accidente. El ejemplo perfecto fue la erupción del Krakatoa, un edificio volcánico situado en Indonesia que entró en erupción en 1883 y que terminó por destruir la isla donde se encontraba el 27 de agosto de ese mismo año.
Este del Krakatoa nada tiene que ver con lo que está ocurriendo en La Palma, pero sí fue realmente útil para conocer algo que hoy en día usan los aviones para volar más rápido y contaminando menos: las corrientes de chorro.
Del volcán al avión
"La erupción del Krakatoa produjo una gran cantidad de magma a la superficie en un periodo de tiempo muy corto", según explicaba Jenni Barclay, profesora de Vulcanología de la Universidad de East Anglia, a BBC. Aunque la explosión que destruyó la isla fue debido a que el agua se introdujo en el volcán.
Se produjo entonces una gran cantidad de vapor que, atrapado cual olla a presión, terminó por explotar todo el edificio volcánico. Las partículas más finas ascendieron a unos 80 kilómetros de altura y se dio el pistoletazo de salida a uno de los experimentos a escala planetaria más importantes de la época.
"Fue la primera erupción volcánica que se convirtió en una noticia global", gracias principalmente al telégrafo y a que la Real Sociedad de Londres para el Avance de la Ciencia Natural publicó anuncios para que personas de todo el mundo enviaran -por carta- descripciones y dibujos de lo que podían ver tras la erupción.
Al día siguiente de ese 27 de agosto, las cenizas del Krakatoa ya se podían ver a miles de kilómetros de distancia poniendo en relieve la velocidad de los vientos en altura. Lo que hoy se conoce como corrientes de chorro. Los reportes que se enviaban a la Real Sociedad permitieron conocer cómo eran los vientos a esa gran altura.
Aunque hay reportes de pilotos en los años 30 que experimentaron las corrientes de chorro -sin saber muy bien qué eran-, los avances aeronáuticos cosechados durante la Segunda Guerra Mundial fueron clave para aprovechar estos vientos al máximo. Los aviones a reacción fueron protagonizando los trayectos transcontinentales gracias a que alcanzaban mayor altura que sus homólogos de hélices y, por tanto, podían aprovechar mejor las corrientes de chorro.
Viento de 300 km/h
En ese momento de impulso de la aviación comercial, los planes de vuelo ya contemplaban el uso de las corrientes de chorro como 'cintas transportadoras' aéreas. La ventana de velocidad de este viento se sitúa entre 160 y 240 kilómetros por hora, aunque en ocasiones se pueden superar los 300. Estas corrientes, cuando empujan al avión de cola, consiguen recortar los tiempos de vuelo notablemente.
Los estudios de las corrientes de chorro han determinado que, en el hemisferio norte, se producen de oeste a este debido al movimiento rotacional del propio planeta Tierra. Debido a esto, un viaje de Nueva York a Madrid tiene una duración aproximadamente de una hora menos que el trayecto inverso.
Precisamente, el 9 de febrero de 2020 se batió un récord de velocidad en un vuelo entre Nueva York y Londres gracias a las corrientes de chorro. Se trata del vuelo subsónico -que no supera la velocidad del sonido- más rápido jamás registrado.
Lo consiguió un Boeing 747-400 de la aerolínea British Airways, cubriendo el trayecto mencionado en 4 horas y 56 minutos, recortando en más de una hora el tiempo de vuelo que se consigue normalmente. La velocidad máxima de la aeronave alcanzó los 1.327 kilómetros por hora gracias a los vientos de cola de entre 320 y 350 kilómetros por hora.
Ese 9 de febrero, otros aviones de la compañía Virgin realizaron el trayecto en tiempos muy similares, quedándose uno de ellos a tan solo 1 minuto de la marca del British Airways. Este récord rompió con el anterior conseguido en el 2015, cuando un Boeing 777-200 de la misma compañía consiguió un tiempo de vuelo de 5 horas y 15 minutos.
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