El Consejo fue convocado a primera hora en palacio y allí acudieron todos en automóvil, para reunirse bajo la presidencia de don Niceto, quien aguantó sin intervenir durante el trámite ordinario. Tras los recortes impuestos por la ley de Restricciones, eran ahora nueve ministros y daba la impresión de que faltaba alguien. Alcalá-Zamora, en la cabecera de la mesa, en su sillón, tenía bajo la mano diestra un legajo de expedientes y al alcance de la otra una bandeja con bombones y caramelitos que de vez en cuando acariciaba o se metía en la boca o guardaba en el bolsillo de la americana. A su derecha, Chapaprieta y Gil-Robles, y a la izquierda, Lerroux. Todos notaban que al presidente le rondaba algo por la cabeza y estaba deseando tomar la palabra. Lo hizo en cuanto Chapaprieta concluyó el despacho ordinario.
- Después firmaremos, don Joaquín –indicó con su característico acento andaluz-, porque ahora deseo decirles a todos cuatro palabras. He de confesar que el banquete del bloque parlamentario de ayer me ha herido profundamente. Y no solo por su significación de agravio contra mi potestad de formar el Gobierno que yo considere más adecuado para la nación, sino en lo personal, por las manifestaciones que en él se han producido. Por eso yo les pedí que no se celebrara en primer lugar, pero en fin… Yo le felicito, don Alejandro, por su elocuencia, como también lo hice anoche por teléfono, apenas fui informado por el presidente del Consejo –se volvió con mal gesto hacia Chapaprieta-, solo que la transcripción que he leído en la prensa, en especial de las palabras pronunciadas sobre mí, no responden precisamente a la descripción que se me hizo…
Chapaprieta se encogía en su sillón. Era eso y aguantar, o dimitir. Él había hablado la víspera con el presidente, resaltando que nadie había dado demasiada importancia a las palabras de Lerroux. Pero don Niceto, encarándose con Gil-Robles, aprovechó para recordarle la inoperancia de su grupo y su escaso compromiso con la República, algo que hizo palidecer al salmantino. Y antes de que pudiera contestar, el anciano presidente se volvió con ojos centelleantes hacia Lerroux y, tras engullir un nuevo bombón, le espetó, junto con algo de saliva y chocolate, lo siguiente:
- Don Alejandro, también yo sé distinguir “entre el hombre y el cargo”, y “entre la persona y la jerarquía” –citó textualmente las palabras pronunciadas por Lerroux en aquel colofón ligeramente envenenado con que había cerrado el acto del Ritz-. Yo agradezco mucho toda consideración personal y procuro merecerla, para que las debidas a la jerarquía estén bien colocadas y enaltecidas. Pero no las confundo. Por eso en las sobremesas familiares suelo decirles a mis hijos: “No os envanezcáis sino de vuestros actos y, si alguna vez recordáis que sois hijos de quien ocupó en España el puesto más elevado, no os vanagloriéis sino de que vuestro padre salió de todos los cargos con la conciencia limpia y la frente alta…” –concluyó, consiguiendo que Lerroux enrojeciese hasta las orejas, poco antes de levantarse y abandonar la sala para no dar lugar a réplica, como era su costumbre.