-¡Próxima parada, calle de los Estudios!
Pepe Mañas saltó de la plataforma del tranvía y esperó a que este desapareciera, con su chirrido característico, calle arriba. A primera hora la línea que subía desde Carabanchel iba bastante cargada y no fue el único en bajar. Mientras veía alejarse la tablilla trasera con el nombre del destino, con el racimo de trabajadores que llevaba colgando, pensó en que él siempre había conocido Madrid con tranvías. Los cangrejos pasaban muy cerca de la casa donde había nacido, en Isabel la Católica. Los oía golpear los carriles en la cercana Gran Vía, mugir cuando cruzaban la plaza de España, rechinar en las curvas cerradas. Como los niños de entonces tenían pocas distracciones, los tranvías eran como juguetes grandes y al cabo de los años aún recordaba la ilusión que le producía viajar en uno recién puesto en servicio, o saber adónde iban aquellos en cuyas tablillas se leían nombres que no conocía. ¡Qué agradables resultaban los viajes en las jardineras de la línea ocho a la Bombilla, o en los cómodos Charleroi del 41 a los pinares de Puerta de Hierro, o en las maquinillas eléctricas, desde Cuatro Caminos a Ventas!
-Tranvía con destino a la plaza Mayor… ¡Arrancamos!
Todavía pensativo, Mañas bajó por la calle de los Estudios. En los primeros números estaba la Escuela de Arquitectura y la Junta Facultativa de Construcciones Civiles. Día tras día se tenía que presentar en aquel vetusto edificio de piedra, en una de cuyas oficinas trabajaba como auxiliar administrativo. Había sacado la oposición, nada más terminar su carrera de Derecho, para independizarse económicamente, y durante un par de años había sido destinado por el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes a Ciudad Real, donde había conocido a la chica con quien se pretendía casar en cuanto sacara las oposiciones a notario.
Pero entretanto su vida era subir y bajar desde Carabanchel en tranvía, jornada de trabajo en la Junta, comida en cualquier tasca, si acaso una breve parada en la tertulia de un café con algún compañero, si había tiempo, y, si no, vuelta a casa, a tirarse las noches estudiando un árido temario. Cada pocos días llegaba el cartero con una misiva como la que había leído con fruición durante el viaje y que, encabezada con un “queridísimo Pepe”, le contaba los avatares cotidianos de la muchacha que, con un poco de suerte, sería su compañera de por vida. La había recibido la víspera, pero le gustaba releerla una y otra vez a lo largo de los días siguientes, en lugares tranquilos.
El tranvía del que había bajado ya se alejaba mientras Mañas, guardándose la carta en el bolsillo interior de la chaqueta, le daba una calada al pitillo y se sumaba a los compañeros que iban apareciendo. La calle de los Estudios era donde se juntaban cada día los funcionarios del Ministerio de Instrucción Publica que trabajaban en la Escuela y en la Junta, y entre ellos Basilio, que tendría su edad y con quien solía comer al mediodía.
-Buenos días, Pepe.
-Buenos días, Basilio.
-Vamos al tajo, que hoy llegamos tarde. Te veo después.
Mañas sacó su reloj del bolsillo: llegaba, efectivamente, cinco minutos tarde. Tiró el pitillo al suelo y lo pisoteó sobre el adoquín. Luego cruzó el umbral de la puerta. Era un funcionario más y un opositor, como tantos que proliferaban por la capital.
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