–Va a ser un exitazo, don Manuel. Usted va a triunfar, no se preocupe –dijo el espontáneo que le saludaba–, y mañana haga rabiar al Gobierno. Haga usted como en Valencia o en Bilbao. Deles leña.
–Eso procuraré. Gracias, caballero.
No hacía tanto que unas cincuenta mil personas se habían congregado en la ciudad del Turia para oír a Azaña, y setenta y cinco mil en Bilbao. Viendo el éxito de convocatoria los republicanos habían requerido al Gobierno, en Madrid, el uso de la plaza de toros de Vista Alegre. Pero al negárseles, hubo que hacer gestiones para utilizar un campo en los lindes de Carabanchel, más allá del puente de Toledo.
Para costear la construcción del recinto provisional se haría pagar una cantidad por entrada. Durante todo el día y para alarma de la gente de orden, no dejaban de llegar a la ciudad multitud de personas en coche, a caballo, en mulas, en burro y a pie.
Llegaban trenes y camiones llenos de republicanos con banderas o retratos de Azaña, y a medida que la muchedumbre se adueñaba de las calles empezaron a verse guardias de asalto y guardias civiles a caballo por doquier. Las autoridades temían el alboroto obrero y los republicanos a los agentes provocadores. Las damas de la aristocracia se habían recluido en sus casas y las cortinas de los pisos de la calle de Alcalá se mantenían corridas, los balcones y ventanas cerrados.
Hasta el momento, sin embargo –eran las siete de la tarde–, el orden estaba siendo perfecto y solamente allí donde los partidos de derecha sacaban a relucir propaganda provocativa, había follón. Los carteles que empapelaban Neptuno, a pocos metros de las Cortes, estaban siendo retirados por la policía en medio de las miradas de los curiosos.
Pero fuera de eso la Villa hacía su vida, como cualquier sábado. En los mentideros se hablaba de la comunicación hecha por el Gobierno afirmando que el asunto del estraperlo estaba en manos de los fiscales, y también empezaba a correrse la voz de que Azaña, recién aterrizado en Madrid, se acercaría a su tertulia de siempre en el Regina.
El Regina, en Alcalá, un poco más allá del café restaurante Fornos, yendo hacia el ministerio de Hacienda y Puerta del Sol, solía congregar a muchos políticos, profesores, periodistas y artistas. Había quien ni siquiera podía sentarse y tomaba el café de pie. Era una tertulia muy movida, que se nutría de la gente que iba llegando para el aperitivo, y por la que diariamente podían pasar sesenta o setenta personas. Empezaba a las siete y acababa a las diez o diez y media, la hora de cenar.
Hoy Azaña permanecía de pie, en la barra, como significando que estaba de pasada, que no podía descansar y que este no era el Madrid que él había capitaneado desde las Cortes, sino otra cosa: la ciudad del enemigo al que había que combatir, sin haber hecho lo cual parecía que no tenía derecho a relajarse.
Azaña se tomaba muy en serio su papel de conspirador y llevaba muchos meses conspirando por donde iba. Y no podía ser diferente en el Regina, donde tras saludar a conocidos que se le acercaban, se dedicó a escuchar más que a hablar, aunque de vez en cuando puntualizaba lo que decía otro con un asentimiento o con un críptico “ya veremos”, o algún monosílabo que no contentaba a nadie. Al rato, un tertuliano se atrevió a dirigirse a él directamente.
–Usted, señor Azaña, que está al tanto de las cosas que pasan en Cortes, ¿cree de verdad que Lerroux es tan corrupto como se está diciendo?
Todos se volvieron hacia él y Azaña comprendió que debía decir algo. A los madrileños les sorprendía que aquel hombre que había osado cortarle la cresta al gallo militar durante su etapa como ministro de la Guerra, fuera tan callado e insípido. Bien era cierto que desde que estaba en la ciudad le seguía la policía, y quienes conocían a los agentes del cuerpo, habían reconocido a varios entre la clientela del café.
–Don Alejandro es un hombre débil con su entorno…Pero tengo pensado hablar de esto en detalle mañana, en el mitin. Si tienen ustedes interés en escucharlo, no tienen más que asistir-contestó, con esa expresión impasible que a Pla le hacía pensar en un cirujano chino implacable y glacial manejando el bisturí con aire suave y decidido. Y se sumergió en la soledad de sus pensamientos. Azaña era una isla en medio de la humanidad y su capacidad para ensimismarse era proverbial.
ENTREGAS ANTERIORTES
-La amenaza Azaña (18 de octubre de 1935, viernes)
-El puente de Toledo (17 de octubre de 1935, jueves)
-La escuela de arquitectura (16 de octubre de 1935, miércoles)
-El embajador americano y el nuncio (15 de octubre de 1935, martes)