Momia loca es el nombre que habitualmente utiliza Mariano Rajoy para referirse a una compañera de partido. La última vez que se le escuchó, que se sepa, fue el sábado 17 de octubre durante el aquelarre popular que celebraba su partido en Toledo; el motivo del exabrupto en esta ocasión fue que dicha correligionaria había decidido no asistir a la ceremonia de entronización del seguro candidato, so pretexto, que nadie creyó, de una cita familiar ineludible.
Cierto es que a quien su presidente llama momia loca no le sale una a derechas en los últimos tiempos y que no para de intentar zancadillear a todo compañero de partido que se ponga por medio; y que el sinvivir en el que ha caído después de su último fiasco no la deja dormir por las noches pergeñando venganzas que no llegarán. También se da por hecho que su ya contaminado nombre, el real, aparezca por derecho propio en el top ten de la corrupción popular no por implicación directa, al menos de momento, sino por la cantidad de procesados e investigados nacidos, crecidos y reproducidos bajo su manto que aparecen en ciento un sumarios.
Asimismo, sería lógico pensar que en el ánimo descalificador e insultante de Rajoy influya el que haya llegado a sus oídos lo que la momia loca (sic) piensa de él: que el presidente del Gobierno es el tipo más vago que hay bajo la capa del cielo y su vaguería sólo es pareja a su mediocridad y a su cobardía política.
Esta verdulería lamentable de todos contra todos en el Partido Popular -Montoro contra Margallo o el navajeo de Ignacio González contra Cristina Cifuentes, por poner sólo algunos ejemplos que no serán los últimos- viene a cuento de una máxima que siempre resulta tópica y simplona pero que en el mundo (¿o es mejor decir submundo?) de la política es absolutamente cierta: que no hay odios que desenfunden más dagas florentinas que aquellos que se procesan quienes habitan bajo el mismo techo, sobre todo si la casa amenaza ruina. Y hay otra verdad rotunda en este podrido universo y que quedó plasmada en el publirreportaje que TVE le hizo a Rajoy la noche del lunes: que la valía del individuo no siempre va asociada al puesto que desempeña.
Porque si fuera así, lo de la valía y el puesto, es inimaginable pensar que un presidente del Gobierno en su sano juicio intelectual -y qué decir de sus tropecientos asesores que seguramente le felicitarían al concluir el ridículo- acepte el paripé televisivo-electoral de preguntas enlatadas, respuestas aprendidas de memoria y chascarrillos y latiguillos que abochornan la inteligencia y avergüenzan al ciudadano medio. El reportaje fue, periodísticamente hablando, de una indecencia ética tal que por si solo servirá de argumento en el futuro a todos aquellos que cuestionan la necesidad de una televisión pública, al menos en España.
Visto todo este lamentable auto sacramental no hay que descartar que la opinión del presidente del Gobierno sobre la momia loca (sic) sea tan cierta como la de ella sobre Mariano Rajoy.