Hace un par de años, la Unión Europea y Barack Obama anunciaban la creación de dos macroproyectos destinados a descifrar el funcionamiento del cerebro, invirtiendo miles de millones en las próximas décadas. Nunca antes se había conocido una inversión de esta magnitud aplicada al conocimiento del ser humano. El esfuerzo para descifrar ese gran misterio, como dijo el propio Obama, transformará la Humanidad.
Los científicos que nos dedicamos al estudio del sistema nervioso quedamos, sin duda alguna, entusiasmados ante el interés –y la fuerte inversión– que representaban estas dos iniciativas. La propuesta americana, que acaba de recibir un nuevo impulso económico, se centra en desarrollar nuevas técnicas para observar el funcionamiento del cerebro en acción. Su idea es desarrollarlas y validarlas durante los seis primeros años, para después aplicarlas en los seis siguientes.
La versión europea, traducida al español como Proyecto Cerebro Humano, pretende ser la versión neurocientífica del Proyecto Genoma Humano, que tanto interés despertó en su momento. En su hoja de ruta destacan diez objetivos fundamentales, la mayoría de los cuales se dirigen a la gran meta de conseguir una simulación computacional del cerebro, para así alcanzar una mayor comprensión de este y saber cómo tratar mejor las enfermedades mentales.
Ambos proyectos reconocen la necesidad de sumar esfuerzos y presumen de su carácter interdisciplinar: no será raro encontrar en la misma habitación a genetistas, químicos, ingenieros, médicos, expertos en ciencias de la información, etcétera, discutiendo el mejor abordaje experimental y la interpretación de los resultados.
El panorama, insisto, es ilusionante, y más si uno contempla las posibilidades de las técnicas que han sido desarrolladas en los últimos años: excitar o inhibir neuronas con un rayo de luz –optogenética–, hacer transparente un cerebro para observar mejor las neuronas teñidas –Clarity–, la tinción de cada una de las neuronas de un corte con un color distinto –Brainbow–, etcétera. Sin embargo, se echa algo en falta: da la impresión de que de aquí a quince años conoceremos mucho mejor el cerebro, pero habremos avanzado poco en el conocimiento de la mente. Pueden defenderse diversas posturas acerca de la relación entre la mente y el cerebro, pero parece razonable que un gran esfuerzo de investigación neurocientífica debería incluir a ambos. ¿Ocurre así en las iniciativas americana y europea?
Los esfuerzos interdisciplinares de estos monstruosos proyectos parecen olvidar algo. La Brain Initiative de Obama queda explicada en un documento de casi ciento cincuenta páginas. En él, se menciona seis veces la palabra “psicología”, pero nunca como uno de los campos en los que se invertirá dinero; la palabra “mente”, más allá de expresiones del tipo “hay que tener en mente…”, aparece una sola vez, en las primeras líneas del preámbulo. La palabra “filosofía” se encuentra también una vez, en el título The brain initiative: vision and philosophy.
Creo que cualquier persona comprende hoy día que cerebro y mente van de la mano, y que la psicología y amplios campos de la filosofía –filosofía de la mente, de la acción, de la ciencia, teoría del conocimiento, ética, etcétera– son disciplinas adecuadas para tratar de entender la mente humana. El proyecto europeo parece querer paliar esta falta con la creación del Instituto Europeo de Neurociencia Teórica, aunque un rápido vistazo a su programa científico deja claro el carácter computacional –ingenieril, por decirlo en otros términos– de esta aproximación teórica.
Insisto en que estos dos proyectos tienen un gran interés para la neurociencia y la sociedad en su conjunto, y que de aquí a unos años ambos se beneficiarán de algunos de sus frutos. Pero, como sucedió con el Proyecto Genoma Humano, en el cual se inspiran, y que parece naufragar en las aguas de la epigenética, dejarán más preguntas que respuestas si no aceptan un abordaje realmente interdisciplinar de los problemas que tratan de resolver.
El modo en que la neurociencia aparta en ocasiones a otras fuentes de conocimiento, con campos complementarios e incluso comunes, debe ser objeto de reflexión para el propio neurocientífico. ¿Queremos encontrar preguntas fáciles para las respuestas que ya tenemos, o afrontar los grandes enigmas del ser humano con espíritu colaborativo?
Da la impresión de que en ocasiones los neurocientíficos sentimos vértigo ante la magnitud de las preguntas que plantea nuestra disciplina, y optamos por minimizarlas para tratar de responderlas completamente desde nuestros experimentos. Baste el siguiente ejemplo: hace poco más de un año, uno de los investigadores de más reputación de nuestro país dijo en una entrevista que conceptos como la culpa son muy poco científicos, y por lo tanto hay que revisarlos. Puede ser. Todo depende de lo lejos que quiera situarse el científico de los grandes problemas del ser humano.
***Javier Bernácer es investigador del Grupo Mente-cerebro. Instituto Cultura y Sociedad (Universidad de Navarra).