Los habitantes de París nos acostamos anoche bastante más asustados que en enero. Más que el vivir solo diez meses después unos nuevos atentados aún más sangrientos, todas las conciencias están marcadas por la sensación de estar rodeados al tratarse de varios ataques simultáneos repartidos por la capital. También porque los terroristas sean ahora suicidas que dijeron a sus víctimas en perfecto francés que los mataban en represalia por sus “hermanos caídos en Siria”.
Siempre recuerdo que mi madre me contó que desde la casa donde vivíamos en Madrid cuando yo era pequeño se oyó la bomba de la plaza de la República Dominicana que mató a doce guardias civiles. Y por Atocha, pasaba varias veces a la semana, cuando se produjeron los terribles atentados. Pero hoy la sensación de “podía haber sido yo” es quizá aún más grande ahora que tengo una hija, y que había pasado media hora antes por una terraza donde ayer se produjo uno de los tiroteos, a apenas cien metros de nuestra casa.
Según escribo estas líneas, me empiezan a llegar noticias de los primeros conocidos de amigos que murieron de ayer, aún nadie que conozca personalmente. El primer pensamiento que tenemos todos es para las víctimas y las familias rotas por el dolor pero, aún en caliente y sin tener desde luego la información sobre la amenaza que manejan los gobiernos, no puedo dejar de pensar en cómo debemos intentar ganar esta guerra.
Decir que Francia y otros países occidentales estamos en guerra no es una exageración ni una metáfora, sencillamente porque se trata de la misma guerra que sufren en Irak desde hace casi una década, y que multiplicó su alcance cuando se mezcló en 2012 con la contienda siria. La organización terrorista que se denomina Estado Islámico no es desde luego un estado en cuanto a la ausencia de reconocimiento internacional, pero tiene bajo su dominio un territorio donde viven unas diez millones de personas, y otras tantas que han huído -muchas a la Unión Europea, pero más aún a los vecinos Líbano y Turquía-.
Esta es una guerra mundial, contra nuestro orden y valores, tan importante como las dos que sufrimos en el siglo XX
Esta guerra se suele llamar “global” porque la globalización económica y cultural resulta determinante en su desarrollo y percepción. Pero haríamos mejor en llamarla “guerra mundial” para tomar plena conciencia de que se trata de una amenaza a nuestro orden y valores tan importante como las que sufrimos dos veces en el siglo XX, y a la que debemos enfrentarnos de manera más decidida si no queremos que acabe costando tantas vidas como aquellos conflictos, e incluso que acabe suponiendo un retroceso duradero de los derechos humanos y del progreso social en todo el mundo.
El G-20 -que precisamente se reúne este domingo y lunes- debe decidir una coalición internacional que envíe lo antes posible tropas terrestres a Siria. Hablar de “todos los esfuerzos por la paz” sin añadir que hoy la solución exige comprometer a nuestros valientes ejércitos no es suficiente para impedir que la lista de inocentes asesinados (ya maś de doscientos mil) siga creciendo vertiginosamente. El pacifismo no puede consistir en tolerar una guerra con tal de no implicarse en ella.
No debe frenarnos el fracaso de una intervención en Irak que, lastrada por la ilegitimidad de haberse justificado con una gran mentira violentando el orden internacional, nunca logró resolver la inestabilidad en ese país donde acabó precisamente surgiendo el germen del Estado Islámico. También debemos aprender de los insuficientes logros de la más reciente acción en Libia, limitada precisamente por consistir casi exclusivamente en ataques aéreos.
Por el contrario, pese a los muchos errores que en catorce años hayan podido cometerse, podemos tomar la intervención de la coalición en Afganistán como un ejemplo a seguir. Junto a las pérdidas afganas, el durísimo balance de casi 3.500 soldados muertos entre las tropas extranjeras ha permitido no solo pacificar sensiblemente ese país sino también reducir enormemente la capacidad terrorista de Al-Qaeda que tan graves atentados había cometido en todo el mundo.
En Siria, llevamos ya al menos dos años de retraso, desde que quedó claro que Al-Assad no solo es un dictador sino también un criminal que ha llegado a usar armas químicas contra su propio pueblo y que no tiene ni capacidad ni legitimidad para resolver la guerra civil que asola su país. Cada día más que tardemos en decidirnos a enviar tropas, morirán más sirios pero también seguirá fortaleciéndose ese enemigo que también mata en Europa. Desde luego, hay que temer que una mayor presencia extranjera (no solo occidental, los países del Golfo han de tener un papel importante) provoque a corto plazo algún atentado más dentro de nuestras fronteras.
Pero tardar en actuar acabaría teniendo aún un coste más importante para todos. Es necesaria pues una coalición basada en la legítima defensa al tratarse de una misma guerra con varios teatros de operaciones, y en la que debemos saber que nos costará también una relación más hostil (esperemos que no bélica) con un país muy importante pero poco comprometido con los derechos humanos como es Rusia.
A la vez que debemos asumir que estamos en guerra, debemos mantener la confianza en el vigor de nuestra democracia y, en general, de nuestro estado de derecho. Si la lucha contra el terrorismo empuja a los poderes y a la opinión pública a creer que hoy el precio a pagar es limitar las libertades y garantías, los terroristas habrán logrado no solo sesgar muchas vidas, sino que nuestra sociedad se resienta en logros sociales y jurídicos que no solo permiten una “calidad de vida” sino que han sido claves para extender el respeto a los derechos humanos.
Así ha ocurrido en España el caso de muchas disposiciones de la ley de seguridad ciudadana y de algunas de la de seguridad nacional. En Francia, con preceptos similares a los españoles, y también con un estado de urgencia (que no es en absoluto requisito para desplegar los más amplios dispositivos policiales o militares, sino que se refiere específicamente a la posible suspensión de libertades personales o de información) decretado en todo el territorio nacional por primera vez desde la guerra de Argelia. Perseguir terroristas -aunque sea por decenas- no es lo mismo que un estado de revuelta social, donde el conjunto de la población está descontrolada.
Los ciudadanos y los medios tenemos la responsabilidad de mirar más allá del efecto inmediato de las decisiones políticas
Los ciudadanos de a pie y los medios de comunicación tenemos también importantes responsabilidades. En primer lugar, hemos de mirar más allá del efecto inmediato de las decisiones políticas, respaldando a los dirigentes que se comprometan con una visión amplia que resulta eficaz para proteger los derechos humanos, rechazando los populismos buenistas o xenófobos. También necesitamos tomar conciencia que no solo debemos esperar protección del estado, sino contribuir a la seguridad colectiva. Baste como ejemplo el enorme riesgo que añade a una operación de liberación de rehenes cualquier persona que graba un vídeo de lo que ocurre en el exterior y lo comparte por las redes sociales. Igual que cada uno sabe protegerse y pocos han salido a la calle sin necesidad de toque de queda, debemos también saber “autocensurarnos” sin que nos impongan limitaciones genéricas a nuestra libertad que pueden caer fácilmente en arbitrariedades y excesos.
En enero, la sociedad francesa me sorprendió muy gratamente porque hasta en los círculos más privados, pese a la conmoción y el miedo, pocos cayeron en el repugnante argumento de explicar los asesinatos de Charlie Hebdo por el peso de la población musulmana en Francia. Aunque el Front National sigue ganando votos, ha replegado -aunque sin desdecirse- sus argumentos racistas y últimamente se centra en su rancio soberanismo económico. Volvió a sorprenderme el espíritu de unidad nacional cuando en septiembre Hollande decidió lanzar ataques aéreos en Siria.
Hoy, en Francia como en España, es importante que apoyemos a nuestros dirigentes si asumen por fin una participación terrestre en esta guerra mundial. Y, a la vez, debemos ser tan vigilantes ante cualquier limitación de las garantías y libertades en nuestro propio país como exigentes con nosotros mismos para ejercer responsablemente esos valiosos derechos que configurar nuestra dignidad humana y la paz social. Eso incluye también ser solidarios con los refugiados, que no nos “traen” la guerra sino que huyen de su epicentro.
Incluso hoy que París es la “zona 0” de de la compasión del mundo, Francia debe sobre todo seguir siendo recordada como la cuna del texto más importante de la historia de la humanidad: la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano. Una declaración que se enfrenta de nuevo a una guerra y que nos necesita a todos para volver a ganarla.
***Víctor Gómez Frías es consejero de El Español (@vgomezfrias)