Resumen de lo publicado.-El escándalo del estraperlo ha dejado fuera del Gobierno a los radicales. Un estudiante lee a García Lorca.
Yo.
Con el hueco blanquísimo de un caballo
crines de ceniza. Plaza pura y doblada.
Yo.
Mi hueco traspasado con las axilas rotas.
Piel seca de uva neutra y amianto de madrugada.
Toda la luz del mundo cabe dentro de un ojos.
Canta el gallo y su canto dura más que sus alas.
Yo.
Con el hueco blanquísimo de un caballo.
Rodeado de espectadores que tienen hormigas en
las palabras.
En el circo del frío sin perfil mutilado.
Por los capiteles rotos de las mejillas desangradas.
Yo.
Mi hueco sin ti, ciudad, sin tus muertos que comen
Ecuestre por mi vida definitivamente anclada.
Yo.
No hay siglo nuevo ni luz reciente.
Solo un caballo azul y una madrugada.
El joven levantó la cabeza, abrumado. Todo lo que hacía Lorca le fascinaba, desde sus primeros romances hasta estas composiciones surrealistas tan crípticas que desafiaban la comprensión y obligaban a un esfuerzo intelectual importante, de varias relecturas, para descifrar el sentido de las palabras. Era como romper una cáscara de nuez, y el joven no se daba nunca por vencido. Lanzaba su imaginación, especulaba, y cada vez que descifraba una imagen experimentaba un goce extraordinario…
.- No hay siglo nuevo ni luz reciente… –murmuró. Eso, en arte, era tremendamente cierto.
Se había sentado en un banco de piedra en lo alto de la pequeña colina que dominaba la vaguada del paseo de la Castellana. A sus espaldas, entre pinos, se alzaba la Residencia de Estudiantes, donde estudiaron Lorca, Dalí y Buñuel. Los zapatos de algún compañero chocleaban contra los guijarros de la explanada que rodeaba al edificio y por donde crecía una hierba que era la parodia castellana del césped de las universidades británicas. Prematuramente verdecito en primavera y siempre a punto de agostarse, solo respiraba en otoño con las primeras lluvias. El monte soterrado no tardaba en asomar y únicamente en días de lluvia otoñal como la que había refrescado la ciudad durante la mayor parte de la mañana, el césped humedecido naturalmente permitía al estudiante, libro en mano, aspirar el olor a lluvia y a tierra mojada. Él, para leer, prefería hacerlo fuera, evitando el ambiente monacal de la Residencia donde tenía, como tantos jóvenes brillantes de provincias, su habitación.
Yo.
Mi hueco traspasado con las axilas rotas.
Piel seca de uva neutra y amianto de madrugada..
Los versos se fundían con la imagen de García Lorca, y el estudiante cerró momentáneamente el libro. La edición de la revista Caballo verde para la poesía, a cargo de Manuel Altolaguirre, era preciosa. El director era Pablo Neruda, actual cónsul chileno en Madrid. Lorca lo había presentado unos meses atrás en la propia Residencia en un acto al que había asistido, respetuoso y emocionado (era la primera vez que veía a los dos poetas tan de cerca). Entonces oyó a don Pablo recitar algunos poemas de Residencia en la tierra, y también abogar claramente por la "rehumanización" de una poesía hasta ese momento secuestrada en la pureza, llena de grandes abstracciones, de la poesía de Juan Ramón, gran maestro de las generaciones jóvenes.
La poesía pura o nada, ese parecía el dilema hasta que llegó Neruda. No en balde, la introducción de la revista venía encabezada por un prólogo titulado "Sobre una poesía sin pureza…" donde se abogaba por una poesía "gastada como un ácido por los deberes de la mano, penetrada por el sudor y el humo, oliente a orina y a azucena, salpicada por las diversas profesiones que se ejercen dentro y fuera de la ley. Una poesía impura como un traje, como un cuerpo, con manchas de nutrición, y actitudes vergonzosas, con arrugas, observaciones, sueños, vigilia, profecías, declaraciones de amor y de odio, bestias, sacudidas, idilios, creencias políticas, negaciones, dudas, afirmaciones, impuestos…". No podía haber un ataque más frontal a los preceptos juanramonianos. Y eso se sentía, leyendo a un Neruda, cuyos versos, con esa monstruosa energía que transmitían, contagiaban un anhelo de libertad absoluta...
Todo ello estaba muy bien, pero ¿dónde se situaba él? Sí, ¿dónde estoy yo?, se preguntó el joven, y alzó de nuevo la cabeza para mirar el cielo engrisecido sobre Madrid. Había venido a Madrid precisamente para estar en contacto con los grandes poetas, para conocer a Lorca, a Neruda, a Juan Ramón. Para impregnarse del mismo ambiente que sus maestros, para seguir sus huellas, sí, pero también para hacer su propio camino. Lorca estaba ahora mismo en Barcelona, trabajando con la Xirgú en una obra de teatro, Neruda en su Casa de las Flores del barrio de Argüelles, rodeado de diplomáticos, y Juan Ramón encerrado en su hiperestesia, como un animal de fondo, siempre lejano e inaccesible... ¿Y él, entre todos aquellos monstruos? ¿Cómo posicionarse? ¿Cómo existir en medio de tantísimo talento?
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