Resumen de lo publicado. Alejandro Lerroux, presidente del Partido Radical, continúa siendo investigado sobre el asunto Nombela. Chapaprieta está sometido a una gran presión.
Hay poca documentación sobre la figura de Joaquín Chapaprieta. Fue de los hombres grises –hoy los llamaríamos tecnócratas– de la época. Uno de los pocos testimonios pictóricos es un óleo firmado por Mosquera, en la colección particular de su primogénito. Se le ve sentado en un sillón de su despacho, con una hilera de libros de fondo en una pequeña estantería, las manos cogidas por encima del vientre, mirando al espectador con expresión solemne de hombre respetable, la cara ancha, las orejas grandes, una nariz algo gruesa, doble papada bajo el cuello. Aun aceptando la benevolencia del artista –debió ser un encargo–, es difícil sustraerme a la sugerencia de esa mirada honesta.
Ocurrió al día siguiente de la famosa reunión en que Gil-Robles le había retirado su apoyo y prácticamente exigido el poder. Aquel estaba siendo el último envite a su presidencia. Desde que se vio obligado a sacar a Lerroux del Gobierno, Chapaprieta había tenido que hacer frente a todo tipo de contrariedades. La principal era la enconada oposición del Partido Radical, el cual lejos de concentrarse en depurar responsabilidades –eso tendría que haber hecho, en su opinión, el sector más noble, encabezado por Santiago Alba– se dedicaba a sabotear su legislatura. No solo les había pillado repartiendo por los pasillos del Congreso folletos en que se difamaba al Gobierno y especialmente al propio Chapaprieta –este no sabía si el promotor era Lerroux o Portela– sino que ahora los miembros de la para él importantísima comisión de Presupuestos se habían puesto en huelga de brazos caídos.
Y aquel descarado obstruccionismo era tolerado y hasta fomentado por Santiago Alba como presidente de la Cámara, y por el propio Gil-Robles. Ambos pensaban que, dimitiendo Chapaprieta, Alcalá-Zamora se vería obligado a darles el poder antes que disolver Cortes, con el peligro consiguiente: la Constitución limitaba ese poder a dos únicas ocasiones, y la segunda, si se consideraba inapropiada por las nuevas Cortes, podía provocar su sustitución. De modo que al final, cansado de batallar por esa ley de Restricciones a la que subordinaba su mandato, al ver que no cabía la posibilidad de sacarla adelante, antes que retirarla decidió dimitir.
–Pero don Joaquín, ¿está usted seguro de su decisión? –le preguntó Alcalá-Zamora, cuando se vieron por la noche en su domicilio.
Estaban, como de costumbre, encerrados en el despacho particular del presidente y se oía, en otra parte de la casa, las voces de la mujer y los hijos cenando.
–¿No quiere usted darle un nuevo intento?
–Don Niceto, no cuento con la confianza de ninguna minoría y mi posición, en las últimas semanas, se ha hecho insostenible. Les he leído esta mañana mi carta de dimisión a los miembros del Consejo de ministros.
La carta rezaba así: "Señores: He observado, desde hace tiempo, que los proyectos económicos que con tanto cariño he estudiado, y que constituyen la razón de ser de mi paso por el Ministerio de Hacienda y por la Presidencia del Consejo no resultan del agrado de la mayoría parlamentaria. No hace mucho se han producido en la Cámara votaciones de las que yo he sacado la consecuencias obligadas. Al discutirse y someterse a su aprobación, algunas leyes han merecido asistencias patentes de las minorías gubernamentales, y poco después, al votarse enmiendas presentadas a mis proyectos de reforma fiscal, he visto que se me han rechazado simplemente por dos votos más de los que estipula el reglamento para que una votación tenga validez. Los diputados se encontraban en el Congreso, pero no participaban en las votaciones. De esta forma, señores, yo no puedo seguir sacrificando el tiempo, sobre todo cuando tengo la seguridad de que nada útil voy a conseguir…". Nadie, ni siquiera Gil-Robles, hizo objeción alguna.
–Pues es una lástima, porque lo estaba usted haciendo tan bien…–continuó don Niceto, acariciándose el mentón de su cara moruna–. Había suscitado tantas expectativas y resultaban tan populares sus medidas regenerativas en la Hacienda pública –añadió, zalamero e hipócrita. Lo miraba con sus ojos brillantes–. Pues en fin, puesto que no puedo darle el poder a don Santiago Alba, y tampoco a Gil-Robles, no sé muy bien a quién se lo concederé… –mintió descaradamente.
Cuando salió a la calle, la noche le resultó a Chapaprieta a la vez triste y hermosa, y si hubiera leído a Neruda le podrían haber venido a la cabeza unos versos que empezaban a ser conocidos: "Puedo escribir los versos más tristes esta noche. / Escribir, por ejemplo: La noche está estrellada, y tiritan, azules, los astros, a lo lejos…".
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