Los chilenos llaman la pega a la tarea, el trabajo que uno tiene por delante. Ahora que todos los candidatos comparecen ante nosotros con su mejor cara y pretendiendo haber hecho los deberes, no está de más repasar sus pegas, en sentido chileno y autóctono: lo que tienen por hacer y la objeción que cada uno de ellos, por mucho que sonría en el cartel, lleva a cuestas.
La pega de Rajoy, empezando por el que va en cabeza, es eso que esta semana ha aflorado en ese alcalde que se vendía los coches de su propio concesionario, cargándolos al contribuyente, o esos dos diputados que con tarjeta de tales giraban como comisionistas. Resumiendo mucho: ha atajado la corrupción que no tenía otra que atajar, y de aquella manera. Pero nadie se cree, ni de lejos, que quiera (¿pueda?) agotar la diligencia a efectos de extirpar usos arraigados durante años bajo sus siglas.
La pega de Sánchez, le daremos el número dos con arreglo al dato histórico, es que tras él siguen parapetados muchos que no son ajenos a las inercias y los réditos de aquel bipartidismo tan pródigo en sinecuras para sus acólitos, pero también, y a lo mejor pesa más, que hay en Sevilla una centinela ceñuda que no le deja soltarse como líder, y mal puede mandar en un país, sin mayoría absoluta, quien parece no mandar en su casa.
La pega de Rivera, tomemos el tres que le dan los sondeos, es que ha levantado demasiado rápido un partido con demasiado afán de resolver, pero con una probable vocación, dada por la fea realidad y sus estrecheces, de acabar apuntalando lo que quede del PP tras el 20-D, ya sea o no con Rajoy en la Moncloa, que ésa, por más que quiera hacerse decisiva, es cuestión banal.
La pega de Iglesias, cuarto en discordia (o quizá no, tras su golpe actoral en el debate) es que para sumar amontona siglas, mareas, comunes y no comunes con el menor exponente, como alguno que ha laborado duro, por ejemplo, para destruir un sector industrial, el de la cultura, que da empleo a medio millón de personas y aporta el 3% del PIB. Señala con donaire las miserias del sistema, y cuajo le sobra, pero quizá haga falta más para convencernos de que ahí, y con esos mimbres, hay un estadista capaz de reformarlo y de erigir algo que sea consistente.
La pega de Herzog y Garzón, políticos tan honestos como voluntariosos, es que cabalgan a lomos de caballos suicidados, uno por un liderazgo con poca cintura, y el otro por años de errores sin cuento ni proporción para un partido de izquierdas (entregarle Extremadura a la derecha, verbigracia). A ambos, justo es decirlo, los han rematado poderes fácticos para los que supieron ser molestos, pero la vida es dura y en política, quien está en ella debe recordarlo, no se hacen prisioneros.