Escondido en Brunete
(19 de diciembre de 1935, jueves)
19 diciembre, 2015 01:55Noticias relacionadas
Resumen de lo publicado.-La Policía interroga a Chavito y Lenin, dos de los anarquistas atracadores. Ángel Navarrete se esconde en casa de sus tíos en Brunete.
Para ir a Brunete, de niño, había que coger un coche de caballos que salía desde la Cava Baja y que llevaba hasta Navalcarnero, donde era menester cambiar. Ángel Navarrete recordaba de aquel trayecto el polvo de la carretera que entraba por la ventanilla abierta, la tortilla que se comían él y su padre por el camino, y los muchos baches. El transporte había mejorado, pero la casa de sus tíos seguía igual. La casa olía a pueblo, a retamas quemadas en la cocina, a estiércol de la cuadra, a gallinero, y tenía las paredes de adobe cubiertas de una blanca capa de cal.
La planta baja era enorme. Al lado del portalón estaban las aguaderas de madera, con sus cántaros panzudos, cubiertos por un paño. En el centro, la mesa de madera, blanca de tanto fregarla, servía ahora para que planchara la tía. Y a lo largo de las paredes había sillas de mimbre, una cómoda de pino y un arcón claveteado. Sobre el arcón, colgaba un reloj de pared que daba las horas. Y al fondo estaba el hogar, con la despensa a un lado, la puerta de la cuadra al otro. Un redondel enlosado con bancos de piedra a los lados y una chimenea de campana encima, por cuyo agujero se veía el cielo. Por la pared colgaban cacharros de cobre y de hierro, jarras de Talavera, hierros de la cocina. El reborde de la chimenea era un vasar lleno de platos, escudillas y cazuelas que la tía limpiaba cada día con ceniza de estiércol y lejía, y así el hierro parecía plata y el cobre, oro. La lumbre era un montón de estiércol encendido de día y de noche que se azuzaba con el fuelle. Encima se echaba retama y sobre ella se colocaba el trébede para los guisos. Allí cocía la olla lentamente. Dentro de la campana de la chimenea colgaban los chorizos y las morcillas, para que se ahumasen.
-Entonces ¿qué vas a hacer? –dijo la tía, siempre de negro, sin dejar de planchar las camisas de sus primos.
-No lo sé, tía.
-Pues algo tendrías que hacer. Los han ido cazando a todos...
Ángel asintió y ocupó una silla, mirando la estancia. En Brunete había menos cosas que en Madrid. No había apenas fruta, y carne la justa. Por la mañana desayunaban huevos fritos, y a medio día la olla con garbanzos, chorizo y tocino, y por la noche patatas guisadas o pescado, si el tendero traía sus cajas de sardinas. Brunete estaba en medio de una llanura seca, sin árboles ni agua. Allí no crecía más que trigo, cebada, garbanzos y algarroba. Sus primos habían salido todos al campo y él quedaba con la tía. A Ángel le habría gustado salir con sus primos y su tío Eustaquio, un viejo alto y reseco, la piel arrugaba de tanto sol. Pero por el momento no era posible. "Lo mejor que puedes hacer es quedarte aquí", le había dicho el tío, y eso hacía.
De pronto repicaron las campanas de la iglesia: era mediodía y pronto volverían los demás a comer. La tía dejó la plancha y Ángel Navarrete ayudó a poner en la mesa una fuente muy honda donde vertió el contenido de la olla del cocido. Esta, a fuerza de quemarse en la lumbre, parecía enteramente de barro negro. En los platos había pan rallado para la sopa y a cada lado de la mesa un porrón grande de vino. Solo a Navarrete le ponían vaso. Sus primos bebían a chorro. A los chicos se les ponía una fuente y todos metían la cuchara en el puchero.
-Ya lo sé, tía. Qué remedio –dijo.
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