Se llamaba Alan, tenía 17 años y sentía que había nacido con el cuerpo equivocado, por eso un juez de Barcelona le autorizó a cambiar el DNI y convertirse en la persona que él quería. Su pelea legal tuvo éxito, pero Alan tenía que librar otra batalla infinitamente más cruel: la del entorno de su instituto, donde su condición de transexual le convertía en objeto de burlas. Hace unos días, Alan no pudo más y se quitó la vida.
No soy capaz de imaginar la espiral de miedo y de dolor en la que tiene que verse envuelta una persona de 17 años antes de decidir suicidarse. La familia de Alan había denunciado ante el centro el bullying que sufría el chico, y la dirección tenía prevista una reunión para encarar el problema "después de Navidad". Supongo que Alan tuvo la sensación de que la agonía se estaba prolongando demasiado y no resistió: se suicidó en el mismo día de Nochebuena.
Repaso la noticia y me pregunto si en este momento los centros escolares y los profesores reciben ayuda para poder ayudar a chicos como Alan. Si se les orienta para que sean capaces de actuar ante casos así. Y me temo que no lo bastante. Hay profesores que me han confesado su impotencia a la hora de tratar problemas de acoso: "tengo la sensación de que no hago lo suficiente", me decía un docente en cuya clase un crío de 11 años sufría bullying.
Los protocolos para luchar contra el acoso tienen que mejorar. Los centros necesitan más ayuda, más preparación, más medios para que las actuaciones sean inmediatas y las medidas no se hagan esperar. No se puede dejar que un adolescente arrastre solo el peso monstruoso de la presión de un colectivo. No se le puede decir que espere, que tenga paciencia, que ya se arreglará el asunto. Para un chico acosado en el colegio, cada hora tiene la densidad de un millón de años, y un día es eterno, y una fecha pospuesta –el lunes que viene, cuando pasen las vacaciones, al volver de Navidad– supone la prolongación de la pesadilla hasta el infinito.
El acoso escolar es una peste: la naturaleza humana, también la de los jóvenes, es a veces tenebrosa, y siempre habrá alguien que quiera aplastar al más débil. Por eso es obligación de la sociedad entregar a quien puede encarar el problema las armas suficientes para la lucha. Y no se está haciendo. Se llamaba Alan, tenía 17 años y le empujaron a matarse. Y en esa frase cabe todo el horror, toda la injusticia, toda la vergüenza de un sistema que a veces no funciona.