No es extraño que las últimas decisiones tomadas en algunas ciudades sobre la puesta en escena de la cabalgata de Reyes hayan generado polémica. Política, religión, género, principios… son algunos de los elementos que están en juego y que garantizan una discusión intensa y apasionada. Pero, en realidad, ¿de donde surge la polémica?
En sí misma, una cabalgata de Reyes es una fórmula arcaizante de representación pública. Se trata de un lejano remedo de los fastuosos desfiles que entusiasmaban a los españoles del pasado y que alcanzaron su momento de mayor esplendor en época moderna. A través de ellos, ciertamente, se expresaba una narrativa alusiva al motivo que justificaba el desfile. Pero, sobre todo, las comitivas que inundaban un día sí, y otro también, las calles de nuestras ciudades tenían por objetivo trascendente escenificar una representación de la sociedad. Religión y poderes públicos se daban la mano en este tipo de actos que resultaban muy efectivos para difundir el discurso hegemónico de las autoridades civiles y religiosas.
Religión y poderes públicos se daban la mano en este tipo de actos para difundir el discurso hegemónico
Con la Ilustración y, sobre todo, a partir de la Revolución Francesa la fiesta tendió a secularizar su significado. Las formas siguieron siendo muchas veces las mismas, pero resultaba evidente que se había producido lo que la historiadora francesa Mona Ozouf denominó una “transferencia de sacralidad”. Es decir, la sociedad comenzaba a reconocer como esenciales para la convivencia unos principios secularizados de raíz ilustrada que ya no procedían directamente de fuentes religiosas aunque, a decir verdad, se le parecían mucho. Subsistía, por lo tanto, la forma pero la fuente de inspiración era otra.
Si en Francia la República encarnó los nuevos principios cívicos, en España sería la Nación la que nutrirá el discurso público durante el siglo XIX. A través de símbolos y fiestas el nacionalismo liberal español construyó una genealogía de la patria y un calendario festivo que, con mayor o menor eficacia, familiarizó a los españoles con la nueva pedagogía de la nación. Como las instituciones de la época habían aceptado la católica como religión del Estado se produjo una convergencia habitual de autoridades civiles y religiosas en los actos cívicos.
El franquismo, antiliberal y confesional, elevó la religión católica a fuente de inspiración cívica
Solo en el contexto de la II República, en un marco democrático sin adscripción del estado a ninguna confesión, se planteó de forma directa la presencia de manifestaciones religiosas en el espacio público. Sin embargo, la Guerra Civil barrió esta cuestión de la mesa y la dictadura franquista, antiliberal y confesional, elevó la religión católica a fuente de inspiración cívica conectando, en este aspecto, con remotos planteamientos preilustrados.
Finalizada la dictadura, durante la transición a la democracia, los españoles no consideraron demasiado importante, seguramente con buen criterio, habida cuenta de los problemas que tenían por resolver, prestar mucha atención a la línea que debía separar la política de la religión. En esto la Constitución de 1978 es un buen ejemplo.
Y así llegamos hasta hoy donde una modesta cabalgata de Reyes puede convertirse en un terreno de disputa. En primer lugar porque seguimos sin tener muy claro donde termina el territorio de la religión y donde empieza el de la política. En este sentido hemos preferido dejarnos guiar por la “tradición”, como si no supiéramos, y eso que Hobswabm se encargó de recordárnoslo, que hay pocas cosas menos tradicionales que la tradición. De hecho a nadie parece importarle demasiado la concordancia con la “tradición” cuando los reyes llegan en helicóptero, globo aerostático, tren o barca, o cuando los que representan a sus majestades sean políticos, futbolistas o toreros.
Los poderes públicos han hecho uso de manifestaciones religiosas para estrechar vínculos con la ciudadanía
En segundo lugar, porque los poderes públicos no han dudado, ni un momento, en hacer uso de manifestaciones religiosas como forma de estrechar los vínculos con la ciudadanía. Ideologías aparte, los políticos están especialmente dotados para intuir el potencial de popularidad que tienen este tipo de festejos y no están dispuestos a quedarse al margen de la fiesta.
En tercer lugar, porque todavía no hemos asumido la importancia que tienen los símbolos, los mitos y las fiestas como constructores de la comunidad o, en palabras del historiador Carlos Serrano, como “elementos constitutivos de un discurso social” orientado a afirmar una identidad, crear opinión o movilizar a la población.
Es sabido que la confusión de un discurso multiplica el número de las interpretaciones posibles. En el caso de las cabalgatas de Reyes la confusión es extrema. Se trata de un acto inspirado en un episodio de la Historia Sagrada que, sin embargo, no es organizado por las autoridades religiosas. Son, en cambio, las instancias municipales las responsables de la iniciativa, lo que facilita el deslizamiento de la puesta en escena hacia el terreno de la política.
El acto está tan consolidado, y tiene tal predicamento popular, que nadie osaría eliminarlo del calendario. Sin embargo, estando bajo su responsabilidad cabe la posibilidad de dotarlo de un contenido político cambiante acorde con las mayorías que rigen las instituciones. Eso hace posible que la oposición política convierta a la cabalgata en una nueva oportunidad para ejercer la crítica. En este contexto, ¿quién está legitimado para establecer el correcto desenvolvimiento del desfile?
Uno echa de menos una mayor coherencia y tradición en el desarrollo de rituales cívicos
En realidad, los símbolos cívicos de los que hemos decidido rodearnos son resultado de un proceso de construcción cultural. Es legítimo construirlos, transformarlos y, también, disolverlos. En este sentido son materiales que sirven para elaborar el relato del que históricamente se han valido las instituciones para proyectarse entre la ciudadanía y subrayar los principios y valores que inspiran su acción. Las dificultades surgen cuando las instituciones no son autónomas en la elaboración de este discurso, ya que las fuentes que lo inspiran se encuentran fuera de la lógica democrática y deben negociar con el patrimonio cultural heredado. Es entonces cuando uno echa de menos una mayor coherencia y tradición en el desarrollo de rituales cívicos nacidos, y consolidados con el tiempo, en el seno de las instituciones constitucionales.
*** Pedro Rújula es profesor titular de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza.
*** Ilustración: Cinta Arribas.