Algunas emociones suceden ya porque no hemos hecho antes una consulta en Google. Bajaba yo la otra noche por el paseo de las Delicias, en Madrid, cuando me crucé con la perpendicular calle Delicias. Iba con un cierto grado de embriaguez sentimental y me desvié por ella, en busca de otra calle de hace algún tiempo. Era entonces primavera, de noche también pero más temprano. Una mujer me llevó por la calle Delicias, yo encantado de que fuese desde el paseo de las Delicias, a una terraza que había más allá, doblando a la derecha. Quise recordar el nombre de la calle, porque lo fuimos pronunciando para encontrar el sitio y formó parte de la velada. Durante este tiempo me ha faltado para tenerla completa.
La terraza la conocí aquella noche, pese a mis años en la capital. Era la de Bodegas Rosell, en cuya fachada había una pareja en azulejos. Me fijé porque el hombre mira embobado a la mujer, altiva, como si me estuviera representando a mí mismo. Al desembocar esta vez en ella y ver al fin el nombre de la calle, General Lacy, se me multiplicó la emoción, pero a la vez recibí un golpetazo melancólico. General Lacy. Otro general franquista. Un nombre más condenado por la Ley de Memoria Histórica, esa ley que mezcla la historia objetiva con la memoria subjetiva, haciendo un potaje que estropea ambas.
Acerca de abusos así ya advirtió Nietzsche en Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida, la segunda de sus consideraciones intempestivas (intempestivo: “que es o está fuera de tiempo y sazón”). Con eso y con la famosa frase de Walter Benjamin, “no hay documento de cultura que no lo sea a la vez de barbarie”, ya vamos avisados los vivientes de que nuestras experiencias de amor y desamor, y de todo lo demás, han sucedido en calles que designan también a impresentables. El puritanismo, sectario encima, de que todo tenga lugar en suelos limpios delata más neurosis que otra cosa. Como si hubiera algo más limpio que el olvido, que le quita a todo general sus galones -y sus hazañas y sus carnicerías- para dejarlo reducido a una serie rasa de fonemas.
Pero esta columna tiene un final feliz, por mi ignorancia y porque no consulté Google en su momento. El general Lacy, con lo que suena a esos Kirkpatrick, Fanjul o Saliquet que ya van a quitar del callejero, no era un general franquista, sino -como sin duda sabrá algún lector- uno de los que en el XIX defendieron la Constitución de Cádiz, y murió fusilado. Maravillosamente, fue el franquismo el que le quitó su nombre a una calle en La Coruña.
Aquella noche mía de primavera en la terraza en cuesta de Bodegas Rosell seguirá estando, pues, bajo su nombre. Y esta vez la historia habrá hecho que lo agregue, más allá de su fonética, a mi memoria sentimental. Hasta que el tiempo le quite sus galones.