El ujier repetía una y otra vez sólo esa palabra: “Señorita, señorita”. Yo estaba en la tribuna de prensa del Congreso y acababa de hacer una foto de la bancada vacía del Gobierno durante el pleno. Desde allí es fácil pillar a los políticos jugando al candy crush y la consigna es impedir que los periodistas tomen imágenes. Intuía que el “señorita” se refería a mí, pero decidí no darme la vuelta a la espera de que utilizara otra expresión. No lo hizo. Respondí al "señorita".
Unas horas antes, en un control, un desconocido que me tuteaba se autojustificó de manera espontánea: “Te tuteo porque eres muy joven”. Contesté el clásico “no pasa nada” a ese hombre que muy probablemente tenía 10 años menos que yo.
Debería ser una buena noticia que no me llamen “señora” y que parezca más joven de lo que soy, pero el “señorita” suele esconder un tono condescendiente, un trato que sólo existe para las mujeres y que indica la anacronía de la vida dividida en dos estadios que no les toca a los hombres.
Suelo repetir más de lo necesario mi edad y tengo mi fecha de nacimiento en mi cuenta en Twitter (1977). Tal vez con la esperanza de que 20 años de experiencia profesional sirvan para superar el trato entre displicente y desconfiado que sufre cualquier mujer joven en España. Dura hasta cuando ya no eres tan joven. Y más si llevas flequillo, te gusta poco el maquillaje y tienes pocas arrugas.
La fuerza del “señorita” viene de una cultura que en el fondo sigue despreciando a las mujeres. Lo relevante, claro, no es la palabra, sino la sustancia de lo que les pasa a esas señoritas. No es una percepción por una anécdota o por un cúmulo de ellas. El 63% de los españoles consideran que las mujeres no están preparadas para puestos científicos de alto nivel. Las mujeres cobran alrededor de un 20% menos que los hombres. En el último sondeo del CIS sobre discriminación de cualquier tipo, el 52% de los encuestados (hombres y mujeres) identifica “ser mujer” como la principal característica que puede perjudicar a una persona para acceder a un puesto de trabajo. Más que, por ejemplo, tener una discapacidad psíquica. La crisis ha tocado especialmente a las mujeres jóvenes. Pese a su formación superior a la de los hombres, en 2014 había un millón y medio de inactivas entre 19 y 29 años frente al 1,2 de hombres en esa franja de edad.
Siempre me ha parecido ridículo el plural redundante en masculino y femenino (“diputados y diputadas”, “compañeros y compañeras”, qué manera de desperdiciar palabras). Por mucho que moleste a veces el tonillo de “señorita”, la lengua es un reflejo de la cultura. Cambiar la lengua no implica cambiar la cultura. No es tan fácil. Ojalá la nueva política traiga algo más que palabras para las señoritas.