Según la teoría del gobierno en funciones, harto beneficiosa para el propio gobierno en funciones (he aquí un primer motivo para recelar), el parlamento actual no puede ejercer ningún control sobre él porque fue otro parlamento, ese que fue disuelto para convocar las elecciones del 20-D, el que le otorgó la confianza para gestionar los asuntos públicos. Llevado al extremo y puesto en términos coloquiales se nos viene a decir: “Ah, se siente, la cámara que podía controlarnos ya no existe y por eso nos vemos exentos de cualquier reproche, del mismo modo que carecemos de respaldo”. Lo bueno de pertenecer al pasado es que uno ya sólo queda expuesto al juicio de la Historia, cuyo veredicto no se suele conformar, si es que llega a hacerlo, hasta después de que el reo haya dejado de estar disponible para padecerlo.
Al margen de las discusiones jurídicas, y de la probable imprevisión constitucional de una situación como la presente, en la que los depositarios del voto ciudadano, en lugar de llegar a acuerdos para investir a alguien, parecen dar prioridad a la especulación acerca de lo que podrían depararles unas nuevas elecciones, se hace muy difícil concebir que el gobierno de un régimen democrático pueda funcionar sin dar explicaciones a la cámara en la que está representada la voluntad soberana de la ciudadanía. Y más aún cuesta admitir que al parlamento se le diga, para más inri, que no tiene otra que demandar al gobierno ante los tribunales si hay algo en su proceder que desaprueba. Es obvio que no se puede derribar a un gobierno en funciones, porque en realidad viene a ser una especie de guarda de la finca, más que un capataz con la facultad de gestionar su explotación, pero de ahí a negar cualquier posibilidad de reclamarle la rendición de cuentas, respecto del cumplimiento de sus deberes de vigilancia y conservación, media un trecho arduo de recorrer.
Si todo sigue como parece, podrían quedar muchos meses de interinidad, meses en los que el guarda puede verse forzado a tomar no pocas disposiciones perentorias en defensa de la finca, y sería un contrasentido que acabara teniendo, en esa administración del interregno, más maniobra que cualquier capataz con todas las de la ley. Una vez más, parece que serán los tribunales los que entre nosotros hayan de dirimir cuestiones que tienen más peso político que jurídico, y no es descabellado interpretar que más allá de la correcta aplicación de la ley, lo que el gobierno de Rajoy aspira a mantener en funciones es lo que, de facto, exhibió durante toda su legislatura con mayoría absoluta: el manifiesto ninguneo de un parlamento al que no le prestaba más atención que la que le apetecía. El inconveniente es que esa cómoda mayoría absoluta sí que ha pasado a la Historia.