Cada tragedia tiene su imagen y la de los atentados de Bruselas tal vez sea la de dos mujeres sentadas en el aeropuerto tras las explosiones. Una está cubierta de sangre y de polvo, lleva los restos de su camisa y una chaqueta amarilla, tiene un pie destrozado y mira de frente, fijamente, en estado de shock. A su lado, una chica más joven habla por el móvil sujetándolo con una mano recubierta de sangre que le baja hasta la manga; con la otra se toca la nuca, también ensangrentada.
La mujer de la chaqueta amarilla es Nidhi Chapheakar, una azafata india de Jet Airways. La del móvil es Stefanie De Loof, una enfermera flamenca que trabaja para Médicos sin Fronteras en Haití. La foto la hizo Ketevan Kardava, corresponsal georgiana de la televisión pública 1TV. La imagen es el símbolo del horror, pero también cuenta la historia de lo que es Bruselas. Una india, una belga, una georgiana: las tres viajeras, las tres políglotas. La enfermera socorrió a la azafata. La periodista hizo de testigo.
Se tardará semanas en identificar a todas las personas asesinadas en el aeropuerto y en el metro, pero las autoridades ya han estimado que hay víctimas de 40 nacionalidades. Atacar Bruselas es asegurarse de que se ataca al mundo.
La apariencia gris y provinciana de la ciudad esconde un espíritu cosmopolita, aunque sea menos vistoso que el de Londres o Nueva York.
En Bruselas, lo habitual es que cualquier conversación pase con naturalidad por varios idiomas. Para empezar, las lenguas oficiales de la ciudad son el francés y el neerlandés y todos los letreros están escritos en ambas. Francés, inglés, italiano y español se enlazan con naturalidad en la pizzería, en el bar o en la farmacia. Las disputas políticas entre francófonos y neerlandófonos han definido durante décadas la complejidad del Estado y sus crisis, pero el mosaico lingüístico y cultural es simplemente la manera de vivir.
Por desgracia en los últimos tres años me ha tocado cubrir tres atentados. En Boston, en París y en Bruselas. La secuencia se parece en la superficie. La alarma, la masacre, el caos, el descubrimiento del horror, los héroes. Las lágrimas, las velas, las flores, los mensajes escritos a mano, los minutos de silencio, los desaparecidos. Los rumores, las fotos de los terroristas, el cierre de las ciudades, las operaciones de caza y captura. El miedo. La vuelta a la rutina.
Pero ningún sufrimiento es igual, ninguna ciudad es igual.
Es fácil ser cínico y decir que esos mensajes escritos en las aceras, en las paredes y al pie de los leones de la Bolsa de Bruselas no sirven. Pero en esas letras en todas las lenguas de Bruselas, rodeadas de banderas de Marruecos, España, Reino Unido, Turquía, Brasil y alguna de Bélgica, está lo que define la ciudad. En la Bolsa se encuentran más mensajes de defensa del Islam de los que se leían en París o en Boston, hay más banderas distintas, hay más lenguas. No es un plan, es una manera de ser, tal vez la única de resistir. Las lecciones sobran.
Nidhi, Stefanie y Ketevan están recuperándose.