La idea se resumiría así: los problemas de España se resolverán mediante una Segunda Transición que establezca un nuevo modelo social, territorial y económico; un proceso que nos saque de las múltiples crisis que vivimos y garantice el bienestar y la convivencia a corto, medio y largo plazo. Esta idea ha supuesto un campo fértil para el análisis y para el titular de periódico, es capaz de hermanar a políticos tan distintos como Uxue Barkos, Albert Rivera, Gerardo Iglesias y María Dolores de Cospedal, y se ha convertido en un lugar común de tal magnitud que empieza a utilizarse como herramienta de marketing. Quizá no está lejano el día en el que los algoritmos de Google empiecen a recomendarnos Remedios para la Alopecia ‘Segunda Transición’ (“porque el modelo actual está agotado”).
Será cosa de las fechas, pero la disparidad de cronologías y de funciones redentoras que se le atribuyen a esta Segunda Transición recuerda a la polvareda levantada por cierto nazareno hace 2.000 años; con la salvedad de que no tenemos, en este caso, una autoridad que distinga entre evangelios apócrifos y evangelios como Dios manda. Pues, dependiendo de a quién se pregunte, la Segunda Transición habría empezado con la victoria del PP en 1996 (al menos así lo daba a entender el libro de Aznar aparecido unos años antes), o con la primera legislatura de Zapatero (al menos eso proponían algunos estudiosos allá por 2009), o con el 15-M, o con la entrada en las instituciones de los emergentes tras las autonómicas de mayo de 2015, o con la confección hace cuatro meses del actual Congreso multicolor. A la vez, por supuesto, que la Segunda Transición no habría comenzado aún, ya que de haberlo hecho no tendríamos que seguir diciendo que España la necesita.
Lo que estamos viviendo, y lo que se concretará a lo largo de los próximos años, es una primera gran evolución del sistema del ’78
Así las cosas, quizá deberíamos centrarnos menos en hablar del mito o relato de la Transición y más en preguntarnos por el estatus mítico de esa esquizofrénica Segunda Transición que implicaría tanto subsanar los errores de Suárez como corregir los de Carrillo, tanto el triunfo del independentismo como su derrota final, tanto la superación de Tarradellas como el rescate del “Ciudadanos de Cataluña”. Un estatus doblemente mítico, el de la Segunda Transición, puesto que, si bien la Transición fue un proceso tangible sobre el que luego se construyó un relato, la Segunda Transición no es más que una hipótesis contra la cual se van acumulando las evidencias. Al fin y al cabo, si entendemos la Segunda Transición como un proceso mediante el cual la práctica totalidad del espectro político alcanzaría un acuerdo acerca de nuestro futuro modelo de desarrollo y convivencia, lo que nos han mostrado los últimos cuatro meses es que no la habrá ni a corto ni a medio plazo.
Esto quedó escenificado en la investidura fallida de Pedro Sánchez, pero también resulta evidente si analizamos los pactos que podrían desatascar la situación actual. La gran coalición de PP, PSOE y Ciudadanos excluiría a Podemos, a sus confluencias, a IU y a las distintas fuerzas nacionalistas; unos siete millones de españoles. La otra opción, el gobierno “a la valenciana” que propone Podemos, sería aún más excluyente al dejar fuera a los siete millones largos de españoles que votaron al PP, más los tres y medio que votaron a Ciudadanos. No vale el comodín del público porque unas nuevas elecciones arrojarían un resultado esencialmente parecido; y una armonización entre ambas coaliciones se antoja imposible ya que la principal razón de ser de ambas sería, precisamente, la exclusión de los adversarios (la gran coalición solo cobra sentido como el anti-Podemos+nacionalistas; el gobierno a la valenciana sólo cobra sentido como el anti-PP+Ciudadanos). Comparemos esto con el consenso del ’78, cuya única exclusión radical y significativa fue la de ETA y sus satélites.
En el ’78 la falta de tradición democrática hizo más sencillo el trasiego de pactos entre formaciones cuyas militancias no se podían ni ver
La imposibilidad de una Segunda Transición no se debe a que las diferencias entre los españoles sean mayores en 2016 que en 1978. Más bien es el resultado de que tanto nuestra sociedad como las fuerzas políticas que la representan han interiorizado la lógica de confrontación de la democracia representativa. Parecerá una paradoja, pero en el ’78 la falta de tradición democrática hizo más sencillo el trasiego de pactos entre los representantes de formaciones cuyas militancias no se podían ni ver y que en muchos casos aceptaron los pactos sólo a posteriori y a regañadientes. No habían aprendido aún que, en democracia, la intransigencia y el obstruccionismo pueden generar dividendos más que jugosos; ni habían desarrollado el mezquino estrabismo del político profesional, ese que mira con un ojo al hemiciclo que tiene delante y con el otro al que arrojarán las próximas elecciones.
Cuarenta años después, la lección está más que asumida: no en vano maniobra Pablo Iglesias para forzar una gran coalición PP-PSOE-C’s que deje a Podemos y sus confluencias como única oposición, con el maná de votos y de escaños que eso (al menos en su imaginación) conllevaría. No en vano, tampoco, el PP restringe su estrategia a atacar a Ciudadanos y al PSOE mientras Rajoy sigue probando eso de las entrevistas, a ver si alguna le sale bien. Y qué decir de los nacionalistas periféricos, cuyos incentivos electorales, una vez agotado el chollo de transferencias del Estado de las Autonomías, pasan necesariamente por la confrontación contra cualquier propuesta que se realice a nivel nacional (ergo, Rufián). Son los monstruos que produce la democracia, ese sueño de la razón que debemos seguir soñando.
Una segunda transición seria abandonar la idea de que los problemas en democracia se resuelven haciendo borrón y cuenta nueva
Así que no, no habrá una Segunda Transición. Lo que estamos viviendo, y lo que se concretará a lo largo de los próximos años, es una primera gran evolución del sistema del ’78. Evolución que se basará en un amplio entendimiento pero también en una importante serie de exclusiones. Es evidente que esto último no es deseable, ni en el plano moral –todos los ciudadanos tienen derecho a sentirse integrados en su sistema político– ni en el pragmático –los sectores que se queden fuera de un consenso lo hostigarán desde el otro lado de la muralla–. Pero en el plano moral, y dadas las limitadas posibilidades del presente, lo único que se puede hacer es escoger el consenso más integrador en lo numérico y que genere un sistema lo más decente y cabal que nos sea posible, y esperar no equivocarnos. Y en cuanto al plano pragmático, está demostrado que los sistemas pueden seducir e incluso integrar a aquellos a los que excluyeron en un primer momento; las primeras décadas de la Restauración son muestra de ello.
Esta primera gran evolución no es, repito, un escenario deseable, pero es más realista que la mítica Segunda Transición y definitivamente preferible a que sigamos ahondando en la primera gran esclerotización. Y quién sabe, igual hasta nos viene bien desterrar la idea de que los problemas de España se resolverán mediante un nuevo proceso constituyente. Hay algo vagamente infantil en nuestra atracción hacia la palingenesia política, una cierta estrechez de miras en la idea de que el presente sólo se resuelve con una enmienda a la totalidad del pasado. Abandonar la idea de que los problemas en democracia se resuelven haciendo borrón y cuenta nueva: eso sí que sería una nueva Transición.
***David Jiménez Torres es doctor por la Universidad de Cambridge y profesor en la Universidad Camilo José Cela.