Los atentados de Bruselas, cometidos por terroristas que estaban bajo el punto de mira de varios cuerpos policiales, y uno de ellos señalado por Turquía por actividades sospechosas en la frontera de Siria, son la gota que colma o debería colmar el vaso. De un tiempo a esta parte empieza a estar bastante claro que la Unión Europea no funciona, o cuando menos no funciona como debería en aspectos que son sensibles y que están vinculados de forma directa con elementos nada accesorios y hasta capitales del proyecto comunitario. Verbigracia: ese espacio de libre circulación cuyos límites exteriores se ven asegurados de forma heterogénea o incluso aleatoria, en función del estado miembro que ocupa el limite en cuestión, y sin que exista un mecanismo que garantice el acceso a la información relevante para hacer frente a las amenazas ya detectadas por parte de quienes tienen encomendada la seguridad en cada fracción del territorio.
A veces se hace hincapié en la preparación que tienen los activistas del autodenominado Estado Islámico. Y la apreciación parece oportuna en lo que toca a la táctica de infantería que exhiben en sus maniobras militares, debida al fichaje de los cuadros del ejército de Saddam Hussein enviados al paro tras la invasión de Irak en 2003, muchos de ellos instruidos en prestigiosas academias occidentales. Sin embargo, si atendemos al modus operandi de sus elementos especializados en acciones terroristas en el corazón del enemigo, se trata de gente atolondrada y hasta chapucera, que sólo ha podido causar sus destrozos porque enfrente no ha tenido una respuesta policial lo bastante determinada y coordinada. Dependen de santuarios muy concretos, a los que vuelven una y otra vez, por temerario que resulte, y se mueven sólo por terreno conocido. Como en su día los que perpetraron el 11-M, fundamentan su éxito en atentar contra un enemigo desprevenido, o no tan alerta como debiera.
Este penoso desempeño en cuanto a la protección por parte de la Unión de la integridad física de sus ciudadanos se suma a la deplorable gestión de su riqueza y sus derechos, en retroceso imparable desde hace ya casi una década. Así las cosas, el caso británico puede leerse como algo más que una nueva muestra de la tópica insolidaridad insular. Mal mirado, es un síntoma de que el barco europeo hace aguas hasta el punto de sugerir a sus menos comprometidos tripulantes la posible conveniencia de abandonarlo, cambiándolo por una nave más pequeña pero más marinera, mejor gobernada y pertrechada para afrontar las olas. Las lágrimas de la seudoministra de Exteriores, la reprimenda de uno de los seudopresidentes y la mudez del otro son expresión de un error que no puede durar. O Europa acierta a dotarse de una cohesión real y un liderazgo sólido, o camina hacia su disgregación. Y de seguir así, puede que casi nadie lo lamente.