Pocas ideas procedentes del cristianismo han resultado tan dañinas como la del perdón. El perdón cristiano es un placebo eficaz para las ofensas menores pero un suicidio del género tonto cuando el destinatario es un fanático que le ha jurado a su dios atascar las alcantarillas con tu sangre. Sobre todo frente a la evidencia de que un tipo que se hace estallar en un parque infantil no tiene el horno para ponerse a discriminar precisamente en ese momento entre aquellos ciudadanos moralmente intachables que entablarían con él un diálogo sobre los motivos que le han llevado a la yihad y aquellos que, de tener la posibilidad, le meterían un tiro entre ceja y ceja antes de que pudiera accionar el detonador.
Sobre los motivos que conducen a un individuo X a convertirse en terrorista se han escrito muchas tonterías y un libro interesante: Mi vida en Al Qaeda. El protagonista del libro es el danés Morten Storm. Storm vivió una primera epifanía que le llevó a convertirse al islam y a ingresar en Al Qaeda, donde militó durante diez años a las órdenes de Anwar al-Awlaki. Con el paso de los años, Storm vivió una segunda epifanía que le convirtió en un agente doble a las órdenes de la CIA. Su tercera epifanía le llevó a abandonar los dos mundos, el del yihadismo y el del espionaje. Ahora vive protegido.
En Mi vida en Al Qaeda está todo. Storm no trabaja porque no tiene ningún interés en hacerlo. Nadie le discrimina porque a nadie le importa quién es o qué hace Storm. Storm tendría dificultades para situar su país en el mapa (no digamos ya Irak, Afganistán o Malí). Storm ha sido educado, medicado y mantenido por el Estado del bienestar de su país. Storm es poco más que un delincuente común con el cerebro de un mosquito. Un matón de poca monta sin talento ni autoestima cuya única manera de poner orden en ese vacío cósmico que es su vida es ingresar en la primera secta que le venda un simulacro de orden y pertenencia. Storm cayó en el yihadismo como podría haberse afiliado a un partido de ultraderecha o convertido en hooligan del equipo de su ciudad. En España andaría colgando galgos de un árbol, chuzándose a base de bien en una herriko taberna o moliendo a palos a los comerciantes que se niegan a hacer la huelga impuesta por el sindicato de turno.
Y ahí andan cientos de miles de occidentales diciéndole a Storm y a los suyos que su angustia y su odio y su frustración no es culpa de ellos, sino de sus víctimas. Que deberíamos haber hecho más por ellos. Abrazarlos más y mejor. Y Storm, desgañitándose para decirnos que le importa un pimiento nuestra solidaridad y que no hay nada que le produzca más placer en este mundo que ver nuestros sesos desparramados por el suelo. Debe de pensar que somos tontos. Cualquier día se arrepiente de su arrepentimiento y vuelve a las andadas. Motivos, ahora sí, no le faltan.