A veces, va uno y pierde la magia. Y no está del todo clara la causa. Pero, vaya, se ha ido.
Iglesias encandiló a la calle -¿quién se atrevería a negarlo?- hace unos meses. Subido al trampolín que le otorgaron la corrupción de los populares y la desidia de los socialistas, con Ciudadanos en plan equivocadamente conservador, el encanto de Pablo parecía fortalecerse a medida que pasaban las jornadas, sobre todo las preelectorales. El 20-D, por suerte – y acierto- para él, el embrujo alcanzó su clímax.
Desde entonces, desde esa misma noche electoral en la que exigió el referéndum en Cataluña, tras cometer un error tras otro, tras rectificar una y otra vez, su figura ha ido languideciendo y su sortilegio aflojando. Hoy, según los sondeos, el coste del desgaste de esas decisiones fruto de la impaciencia personal, o de la inmadurez política, alcanza una proyección de hasta 20 diputados menos en el Congreso. La magia, ya ven, esfumándose.
Demasiados órdagos; demasiados ultimátum. ¿Demasiado ego, tal vez? Desde que Iglesias quiso humillar a Sánchez asegurando que si éste iba a ser presidente sería “por una sonrisa del destino que me tendrá que agradecer”, el líder de la formación morada ha ido cosechando frustraciones. Una es el pacto de los socialistas -a quienes tanto cortejó Pablo-, con Ciudadanos; otra, el duelo adulterado pero fratricida con Íñigo Errejón.
Tal vez le ha embriagado el éxito, el que resulta indudable atribuirle si se examina su influencia desde las elecciones al Parlamento europeo de mayo de 2014 cuando, con tan solo tres meses de existencia, Podemos asombró a todos con sus cinco escaños. Quizá es solo que Iglesias gestiona mejor las tinieblas que las conquistas. Como esos jugadores de tenis que juegan mucho mejor cuando van perdiendo que cuando se ven, holgados y seguros, cerca de liquidar al rival.
En la cima, los vientos dominantes que zarandean a Iglesias parecen soplar desde el absolutismo y, tal vez por eso, convierte la represión, aquello contra lo que más debería luchar, en un arma interna. Sergio Pascual, el ex secretario de Organización de Podemos, conoce los detalles.
Cuando aún contaba con gran parte del hechizo que lo encumbró, puño en alto y vaqueros caídos, pedía vicepresidencias para sí mismo y ministerios para su formación. Le quiso precisar el Gobierno al PSOE, uno desde que hubiera devorado a su rival con toda comodidad.
Últimamente, contra la indefinición y los ingenuos malabarismos de Sánchez, Pablo ya solo acierta a ofrecer casi cualquier cosa para conformar ese Gobierno de cambio que supondría una coalición de izquierdas. Pero ni así seduce ya el desaparecido encanto de Iglesias.
Ya ven, a veces, la magia va y, sin causas específicas, sin razones excesivas, se pierde.