Dice Juan José Millás que, para los escritores, lo mejor es estar muerto. Es una frase divertida. Y, si la tomamos literal y nos olvidamos de los placeres posibles en la vida, puede que hasta sea cierta.
Pero Rafael Santandreu, autor de Ser feliz en Alaska, no estaría tan de acuerdo. Para él, la vida es demasiado emocionante como para perdértela y, cada minuto, una fiesta. Aunque seas –él lleva ya cuatro libros- escritor.
Los autores son seres singulares. Y no encajan demasiado bien con la plenitud –salvo, tal vez, si se casan con Presyler y celebran su cumpleaños convidando a cientos-. Vargas Llosa ha pasado el mejor año de su vida ahora que ha cumplido 80, lo cual es muy inspirador para la mayoría, sean o no Premios Nobel; pero algunos escritores prefieren estar muertos por si, como asegura Millás, ese fuera el estado óptimo de sus carreras literarias. Para los escritores más oscuros e intensos, la vida es una minucia al lado de la literatura. Así que, siguiendo esa máxima, que se haga lo que esta precise.
Como David Foster Wallace, que fue un enorme escritor dueño de una broma infinita a pesar de la cual debió odiar la vida y, por eso, se la quitó. O John Keenedy Toole –qué placer extremo darle aire a Ignatius-, o Sylvia Plath, a quien hasta al raro genial Ryan Adams le hubiera gustado tener muy cerca, como explica en una canción.
O fíjense en Ernest Hemingway, o en Pavese u observen la muerte dulce de Zweig, tumbado en la cama, con las manos de Lotte -amándole incluso muerta- sobre la suya. Ese sí es un gran final para cualquier novela, mucho más para la existencia. Es verdad que hubo otros escritores con ánimos suicidas que no supieron colocar el último punto y se suicidaron mal, como Edgar Allan Poe o Joseph Conrad. Debe de ser que no es tan fácil. Nunca lo es saber cuando acabar una novela, una relación, o una vida.
Debe de ser que es aún más peligroso escribir que vivir: si escribes te puedes matar o, al menos, intentarlo. O puede que simplemente constituya una contradicción esencial convertirte en un creador de historias y aspirar a ser feliz al mismo tiempo. Houellebecq aseguraba que no hay escritores felices, aunque Paulo Coelho probablemente se lo discutiría. Claro que el brasileño ha vendido más de 140 millones de libros y eso, seguramente, ayuda.
Chuck Palahniuk también rebatiría la placidez de Coelho, puesto que en su opinión “la única manera de encontrar la verdadera felicidad es arriesgarte a ser abierto en canal”. Con opciones así, mejor quedarse con las frágiles ambiciones, más restrictivas pero menos expuestas, del autor de El alquimista.
El propio Hemingway, antes de volarse la cabeza, solía decir que la felicidad en las personas inteligentes “es la cosa más rara que conozco”. Deber de ser por eso que Millás estima que lo mejor, si eres un gran escritor, es estar muerto: entre ser un eterno infeliz o averiguar qué hay al otro lado, no hay duda.