Robert Byron le acusó de escribir como el hijo de un tendero, Pepys bostezó con El sueño de una noche de verano, Tolstoi glosó por extenso el mucho enfado que le causaba y Voltaire no deja de ver Hamlet -¡Hamlet!- como una pieza bárbara y vulgar. Osbert Sitwell, por su parte, lo definió como “un dramaturgo isabelino cuyas piezas todavía se representan en los barrios pobres de Londres”. En cuanto a Bernard Shaw, fustigador célebre, recalca que William Shakespeare era un magnífico contador de historias, siempre -eso sí- que alguien las hubiera contado antes que él.
Por supuesto, la crítica del tiempo ha devuelto a Bernard Shaw a su humildad -Eliot dijo que “la música mejora sus obras”-, pero no pocos bardólatras han sentido un sinsabor al comprobar que el monumento fúnebre de Shakespeare nos lo presenta bajo la efigie de un “despiezador de cerdos”. Sobre su casa en Stratford, durante mucho tiempo pudo leerse: “Aquí nació Shakespeare. Se vende carro con caballos”.
A Shakespeare, incluso, se le ha llegado a negar con insistencia lo único que tuvo: la autoría
Como puede verse, el sol de su gloria tardó en remontar, quizá porque el propio Shakespeare estaba tan seguro de ella como para que no le importara: le debemos un millón de palabras, pero jamás se cuidó de firmar dos veces del mismo modo, con las mismas letras. No sabemos cuántas obras escribió, ni en qué orden dio en escribirlas: de no ser por la recopilación piadosa del First Folio, hoy Shakespeare sería delicatessen de eruditos y Ben Jonson el genio de las tablas de su época.
En cuanto a su vida, apenas hay un día del que podamos decir: “estuvo aquí”; tan sólo aparece y desaparece de la escena con el rastro de algún papelote jurídico sin mayor entidad afectiva y personal que un bono-metro. Y -de la construcción del teatro del Globo a la compra del de Blackfriars- asistimos a una escena lacerante: el mayor talento literario de todo tiempo era capaz de consagrar lo mejor de sus horas a la labor tan prosaica de hacer la caja.
A Shakespeare, incluso, se le ha llegado a negar con insistencia lo único que tuvo: la autoría. En definitiva, quizá ningún escritor deba tentar tanto nuestra curiosidad, pero todas nuestras certezas siguen envueltas en las veladuras del ignoramus, ignorabimus. No extraña, por tanto, que buena parte de sus eruditos hayan terminado en el frenopático: de un lado, el hombre que escribió en menos de diez años Julio César, Hamlet, Otelo, Macbeth y El rey Lear; de otro, una crítica que especula con que tal vez fuera navegante, porque en su Hamlet nos habla de un “mar de desdichas”.
Tanto se ocultó el poeta que ha dado pie a un género entre la biografía y la novela detectivesca
Libros y más libros de encomio, en efecto, han sido poco más que una nota al pie de su grandeza; siglos y más siglos de erudición no nos han dejado un conocimiento mucho más profundo o más claro sobre Shakespeare. En ocasiones, se hace fuerte la tentación de creer que Shakespeare no sólo nos legó sus comedias, sus tragedias, sus poemas: de sus alturas más nobles a sus extremos más cómicos, la tramoya fenomenal de la Shakesperiana le ha perpetuado como un vástago.
Tanto se ocultó el poeta en vida que ha dado pie a un género propio, entre la biografía, la quest y la novela detectivesca, en torno a la búsqueda de su personaje; del mismo modo, cada palabra suya ha sido pesada, tasada, procesada por la estadística; cada una de sus obras ha sido rastreada en pos de cifras y de claves; todo su canon, en fin, ha sido escrutado, reordenado, puesto en duda una y otra vez. Así sabemos, por ejemplo, que en su primera aparición, Romeo y Julieta pronuncian la palabra “amor” once veces por personaje; hemos podido leer estudios afroamericanos sobre Otelo, teorías freudianas sobre Hamlet, prefacios de Johnson y exaltaciones de Goethe; se nos ha planteado la cuestión de si Timón de Atenas es o no es una tragedia y cuántas manos escribieron Tito Andrónico.
La crítica shakesperiana ha sido relevante: nos ha dado un Shakespeare para cada tiempo, lo ha fijado en el escalafón, nos ha acompañado en su lectura, ha encarnado la continuidad y las transformaciones de una cultura y -ante todo- su historia se confunde con la historia de la crítica. Sin embargo, Shakespeare permanece inexpugnable a nuestro asedio, vencedor de toda escolástica. Nuestros hallazgos tendrán siempre algo de trivial: en sus dramas, se alega, hay no pocas referencias a pieles y curtidos, porque su padre trabajó en tal negociado. Con intuiciones así -parece- debemos conformarnos.
Una de las características de la obra de Shakespeare es que logra sobrevivir a cualquier traducción
La veneración y el rastreo del maestro seguirán, pese a todo, sin ser una pasión inútil, quizá porque en todas sus lecturas late una literatura que se reconoce a sí misma. Su maravilla logra sobrevivir a cualquier traducción: el hombre que supo hacer hablar como ningún otro a jóvenes y ancianos, hombres y mujeres, reyes y súbditos, es capaz de hacerse entender por casi cualquiera y de convertir, también a cualquiera, en un bardoholic. Es lo que tiene haber escrito con esa terna tan humana de las lágrimas, la sangre y la cerveza, una medida antropológica suficiente para “marcar el estándar y los límites” de la literatura y ser inteligible para el mismo everyman que Shakespeare retrató.
Johnson habla ahí de “la progenie genuina de la humanidad común”; Scruton, de “núcleo metafísico de la individualidad”. Enfrentado al prólogo de sus ensayos shakesperianos, Auchincloss encuentra una coartada para vencer el sonrojo de opinar sobre Shakespeare: no comienza con “una disculpa convencional”, porque “escribir sobre él se ha convertido en escribir sobre la vida”. Esa misma intuición tuvieron tantos. Dickens estampó su firma en la casa de Stratford; Keats compuso no pocos de sus versos al amparo de un busto del poeta. En sus últimos días, el doctor Johnson no dejó de repetirse largas tiradas de Macbeth, del mismo modo que a Tennyson se le cerraron los ojos para siempre con el Cimbelino entre las manos. “Cuelga aquí como un fruto, alma mía, / hasta que muera el árbol”. Hoy parece dar más miedo reconocerle a la literatura su grandeza.
*** Ignacio Peyró es periodista y escritor. Su último libro es 'Pompa y circunstancia. Diccionario sentimental de la cultura inglesa' (Fórcola).