Hace un rato, en la radio cantaba la Callas. Naturalmente, la trampa de los recuerdos me ha atrapado. Vivimos una historia de amor en la que no teníamos canción favorita y, una tarde de bostezos en la que buscábamos ser una pareja normal, sonó Norma. Habíamos invitado a unos amigos a pasar la tarde y nos quedamos en pijama poniendo canciones de algunos directos suyos en París que no entendíamos pero que nos emocionaban. La fuerza de la diva nos conquistó y le permitimos que fuera nuestra canción. Anulamos la cita con los amigos. Siguió la Callas llenándolo todo. Comprendí que si esa iba a ser nuestra banda sonora, mal amén el que nos esperaba a uno de los dos. La diva murió dos veces, una al abandonar los escenarios y otra, de pena al haber sido abandonada por Onassis. Dos abandonos.
¿Cómo no pensar en ti cada vez que suena? Tu recuerdo se aferra a todas partes, se niega a abandonar mi ordenador y mi oficio. Decías que era aquí donde iba a disfrutar más y eso que te gustaba verme en la pantalla. Te deslumbraban los focos y los pasillos de fotos, y doy fe que eras feliz acompañándome. Y yo era feliz si lo eras.
No te pienso tan a menudo como quisiera. O, en cualquier caso, ya no apareces. Esta tarde he decidido buscar recuerdos y quedan pocos. Sobre todo después de tantas mudanzas. Eras omnipresente y, a veces, lo sigues siendo. ¿Sabes? Es maravilloso que eligiéramos aquella canción como banda sonora de nuestra relación. Es raro que suene por azar. Imagina que llegamos a ser normales y elegimos un hit de esos que se repiten en las verbenas. A veces nos salvan algunas rarezas. Bendita Callas. Su voz es definitiva. Perdóname que no te escriba más largamente porque ha acabado la canción. Y con ella, las emociones.
¿Qué canción nos mata? O mejor, qué canción nos devuelve a una historia superada durante casi tres minutos. A veces son los olores o el sabor de una comida lo que nos evoca como un brote histérico algún episodio viejo. Hoy en día, cuando veo frascos de colonia Heno de Pravia, siento añoranza. Mi abuela olía a su jabón. Recuerdo sus caricias por el sabor de algunas comidas y el tacto de algunas prendas me la devuelve haciendo ganchillo en su sillón verde del ventanal. Toda su sensibilidad y su gusto están en objetos sin valor. ¡Cuántos kilómetros de ganchillo hizo! ¡Cuántas albóndigas! ¡Cuántos bizcochos! Cuando murió yo estaba presentando un Telediario y entre noticia y noticia me secaba las lágrimas. El plató se convirtió en un sepulcro durante muchos años, me devolvía a su adiós cada vez que lo pisaba. Me comunicaron su muerte antes de entrar en directo y la maquilladora se quedó a mi lado mientras los cámaras guardaban silencio. Creo que durante mucho tiempo estuve contándole las noticias a ella, como si me viera. Se quedó entre el cristal de mis gafas y el de la cámara. Los recuerdos son una putada, ¿no? O una bienvenida. Yo que sé.