Los escritores no tenemos sexo. Lo dice Eugenia Rico desde la tribuna de la librería Tipos Infames en la presentación de su última novela, El beso del canguro. La autora sigue hablando de muchas cosas pero yo ya no dejo de darle vueltas al asunto en cuestión. No tengo sexo. No tengo sexo. No tengo sexo.
“Los escritores no tenemos sexo, somos hermafroditas que escribimos a veces con voz de mujer y, otras, voz de hombre”, añade la autora para relax de los asistentes y aplacar conflictos internos.
Yo, que he escrito novelas con personajes femeninos y masculinos, pienso en su idea. Debe ser que tampoco tengo sexo. Bueno… A lo que iba.
Los escritores nos metemos en la piel de otros para sentir como ellos y que la ficción parezca realidad. Luego los periodistas siempre te preguntan por qué has escrito con voz de mujer queriendo sacar el titular más bobo de la entrevista. Suele ser divertido ese tira y afloja entre periodista y autor. Muchas veces me dan ganas de hacer como Flaubert y parodiar su “¡Madame Bovary c’est moi!”.
El sexo nos gusta. Hacerlo, verlo, buscarlo, insinuarlo y provocarlo. El sexo es lo más buscado en internet. Mucho más que Pablo Iglesias y Podemos. El sexo es, por lo que recuerdo, maravilloso. Tú pones las cuatro letras en Google y aparece, sin querer, el cosquilleo infantil que sentías en la clase de educación sexual cuando la maestra empezaba a titubear. Ese nerviosismo pueril que dilataba las pupilas ante la ilustración inofensiva del diccionario ITER Sopena. Algo parecido a la risa boba cuando alguien menciona higo o a la chanza cachonda cuando alguien cuelga una berenjena emoji en el whatsap.
Luis García Berlanga, valenciano y socarrón, ya sabía mucho de todo esto (me encomiendo a ti, paisano) y el astuto de Paco León lo ha recogido muy bien en sus parafilias de “KIKI, el amor se hace”. La película arrasa en taquilla y la sala se mea de risa con los dobles sentidos.
Las guasas con el sexo, más o menos irónicas, son perfectas para la carcajada. Funcionó ayer y funciona hoy. Porque, confesemos, todos hemos sido unos torpes en la cama alguna vez. El ridículo debe ser un básico entre las sábanas de los españoles. Perderlo también. Sobre todo esto último. Porque la frutería no siempre está fresca. Porque ninguno somos estrellas del porno y, de tanto ver internet, nos hemos puesto metas muy altas.
Al final, pobres de nosotros, de tanto hablar de sexo, tenemos poco. Follamos mal. Y la culpa, es de las expectativas. ¡Malditas expectativas!
Probad a sacar el tema en una cena de amigos…
España es como el parchís, que se come una y cuenta veinte. Pero cuando hablamos de verdad, cuando quitamos adjetivos y frases subordinadas, nos sale la realidad: que se tiene poco sexo. Unas veces por esas expectativas, otras por que no aparece nadie, porque no nos gusta lo que aparece, porque estamos casados o cansados, por vergüenza a fallar y, válgame la absolución, por vergüenza a no parecer esos que vemos en internet.
Resultará que todos somos escritores: que no tenemos (tanto) sexo.