En la España de entreguerras una figura intelectual sobresalía sobre todas, una cabeza pensante cuyo prestigio, nacional e internacional, no tenía parangón en nuestra sociedad, siendo en aquellos tiempos don Miguel de Unamuno el único, quizás, que pudiera comparársele en influencia cultural y respeto ciudadano.
Se trataba de José Ortega y Gasset, filósofo de talla mundial, y periodista, ya que como escribió Manuel Vicent, “todo lo que pensó y escribió a lo largo de su vida, lo había vertido primero en artículos de periódico”, para luego parir libros a partir de esos ensayos de diario.
En su momento de mayor autoridad moral, tras fundar la Revista de Occidente y el diario El Sol, nace una de sus obras más interesantes, La España invertebrada, un libro de 1922 que había ido publicándose, artículo a artículo, desde 1920.
La desarticulación del proyecto común vuelve a estar de total actualidad tras el espejismo de la Transición
Se trataba de un breve ensayo que recogía diversos pensamientos de Ortega en torno a uno de sus más importantes temas de estudio: España como motivo de reflexión permanente, un país en crisis continua en el que el sistema canovista hacía agua, la aventura colonial de Marruecos se había convertido en un sepulcro para los jóvenes y el nacionalismo catalán y vasco acababan de conformar una fuerza desintegradora de la nación a tomar muy en cuenta.
Ortega y los miembros de la generación del 14 heredan de los escritores del 98 esa profunda preocupación por la nación, una decadencia que, a principios del siglo XX se convierte en una inercia hacia la “desarticulación del proyecto sugestivo de vida en común” de nuestro país, un problema, capital entonces, que vuelve a ser de total actualidad tras el espejismo de la Transición.
España es una cosa hecha por Castilla. La conquista de América, las grandes gestas de los Reyes Católicos y de los primeros Austrias unieron al resto de pueblos peninsulares en esa gran empresa del Imperio pero, desde entonces, un proceso de desintegración avanza desde la periferia hacia el centro, haciendo surgir los regionalismos, nacionalismos y separatismos.
En nuestro país ha exisitido históricamente una mala correlación entre el pueblo y la minoría dirigente
La España invertebrada de Ortega no sólo analizaba el problema del porqué de los nacionalismos -para los que el filósofo da una respuesta que se asemeja algo a nuestro estado de las autonomías-, sino que apunta a otros males que nos aquejan. Sin embargo, antes de centrarnos en uno de ellos, no podemos dejar de pensar malévolamente que, si hoy Ortega asistiese el espectáculo de virreyes y cortes autonómicas volvería a gritar, como tras la proclamación de la República, su “no es esto, no es esto”.
Otro de los males que don José señala como culpable de esa invertebración de España es, también, de total contemporaneidad. Para darse cuenta de ello basta con haber presenciado en televisión el último debate entre los candidatos a la Presidencia del Gobierno, o presenciar cualquier mitin o tertulia televisiva. Este mal no es otro que “la ausencia de los mejores”, la mala correlación que históricamente ha existido en nuestro país entre las masas y su minoría dirigente, siendo enorme la “desproporción casi incesante entre el valor de nuestro vulgo y del de nuestras minorías selectas”.
Frente a la historia de Inglaterra o de Francia, realizada principalmente por las minorías, en la nuestra destaca lo creado de forma anónima por el pueblo. Es así como la ausencia de los mejores ha creado en la masa, en el pueblo, una ceguera que le impide distinguir el hombre mejor del peor, de forma que cuando en España aparecen individuos privilegiados, la masa no sólo no sabe aprovecharlos sino que tiende, a menudo, a aniquilarlos.
Las masas, entregadas a una subversión vital desde hace siglos, no hacen sino deshacer la estructura nacional
Por la perversión de sus afectos, en España se es proclive a odiar toda la individualidad por el único hecho de serlo, y el vulgo se siente apto para prescindir de guías que rijan su política y su moral, causando, según el filósofo, la degeneración.
Quizás, si la raza peninsular hubiese producido un número grande de personalidades eminentes, con genialidad contemplativa o práctica, prosigue Ortega, hubiese bastado esa abundancia para ejercer de contrapeso a la indocilidad de las masas hispánicas. Pero no sólo no ha sido así, sino que las masas, entregadas a una perpetua subversión vital, no hacen sino deshacer, desarticular, desmoronar y triturar la estructura nacional desde hace siglos, en lugar de, aspirando hacia los mejores, mejorar generación tras generación.
El odio a los mejores, y la escasez de éstos, es la verdadera razón del fracaso español. La losa del Cid, “qué buen vasallo, si hubiese buen señor”, nos hace pensar que este problema ya no nos era ajeno durante la Edad Media, al igual que hoy -casi un siglo después de que Ortega escribiese estas líneas- no parece que se haya solucionado. Quizás porque, como deja claro el pensador, el problema no es de la calidad de nuestra clase dirigente, sino de una sociedad que no permite que la gobiernen los mejores.
*** Cristóbal Villalobos es escritor e historiador.