Nunca pensé que pudieran entristecerme. Ya desde niño, los Juegos Olímpicos me fascinaron, quizá por su origen y por lo que simbolizaban. Las imágenes de los libros de historia reproducidos en el presente por la televisión. Y los ideales de los que todo el mundo hablaba. Así se convirtieron para mí en algo diferente dentro del deporte: la representación de un imaginario en un gran teatro, cuyos espectadores reconocían y homenajeaban a los héroes que habían alcanzado la gloria después de muchas años de dedicación plena.
La catedral de los JJOO es el estadio. En él se inauguran y se clausuran los juegos, se desarrolla el atletismo y reside la llama que encarna el espíritu olímpico. Gradas repletas de amantes del deporte, de fieles que aplauden sin distinción a los atletas para premiar a los ganadores y reconocer a los perdedores. Cualquier deportista que lo pise, por el mero hecho de hacerlo, ya es un afortunado que no olvidará mientras viva el calor de quienes entienden su consagración a la causa olímpica.
El ambiente que se genera en el estadio no tiene parangón. Lo dice quien ha tenido la fortuna de asistir a los grandes campeonatos de casi todos los deportes. Una mezcla de respeto por los rituales de cada prueba, de admiración a los deportistas y de suspense cuando los instantes decisivos se acercan. No hay menosprecio, menoscabos ni desconsideración. Una ceremonia emocionante que apasiona a los devotos del deporte.
Pero en Río todo está siendo diferente. Estos Juegos están siendo lamentables por cuestiones que podrían rellenar un denso informe de cientos de páginas. Sin embargo, lo peor son los miles de asientos vacíos en el mayor espectáculo del mundo. Unos juegos son una fiesta. Y la de Río parece una fiesta sin invitados.
Por primera vez desde que recuerde-imágenes antiguas incluidas- las tribunas aparecen vacías y los atletas huérfanos de la consideración del público. Es una pena contemplar a los héroes dar la vuelta de honor envueltos en su bandera aplaudidos por las escasas personas que se congregan, incapaces de ocultar la insólita desolación del estadio olímpico. Un ritual sin coro, falto del aliento de los seguidores. Una gloria olímpica incompleta.
Por si fuera poco, algunos de los escasos presentes se están comportando de forma opuesta a lo que exige la ocasión. La actitud torcida de los hinchas brasileños profanó el estadio olímpico con sus abucheos a Renaud Lavillenie y cargó la atmósfera con una ambiente antideportivo inédito. Ningún atleta debería pasar nunca por un trance así en una pista. Mucho menos uno ejemplar, de educación exquisita y que ha dado innumerables jornadas de gloria al atletismo.
Los maleducados no tuvieron suficiente con esa actitud y repitieron su bronca, fuera ya de lógica y lugar, en la ceremonia de medallas. El francés, afligido por lo que estaba ocurriendo, incapaz de asimilar el menosprecio a su figura en la ceremonia de reconocimiento a los medallistas- ese momento que les convierte en historia del deporte-, rompió a llorar. Nunca un medallista estuvo tan triste. Y nunca los Juegos Olímpicos me había hecho sentir la tristeza. Siempre me había trasmitido felicidad en la victoria o compasión en la derrota. Pero nunca me habían despertado la amargura.
El resultado de convertir la elección de una sede en una farsa ha desembocado en un drama que no es mayor por la grandeza de las gestas de los deportistas y porque los medios también entienden que los JJOO están por encima del COI. Los responsables del Comité Internacional han convertido su competición en un negocio de intereses personales de todo tipo al margen de los ideales olímpicos que farisaicamente pregonan y de la familia olímpica a la que tanto aluden.
Tiene razón el presidente del COI, Thomas Bach, cuando señala como inaceptable el abucheo del público a Lavillenie. Quizá no ha reparado que con su declaración está apuntando hacia la responsabilidad del COI, cuyo capricho ha sido el causante del desaguisado de Río. El COI ha llevado el vacío a las gradas de un estadio olímpico. Y lo que nunca pude imaginar, la tristeza a los juegos. En hora mala. Aquí tienen mi repulsa.