Todos los escritores del mundo tienen que componer a veces un texto que no quieren. El mío, Nacho, es éste, que escribo desolada tras saber de tu muerte en una carretera mexicana. Por ese extraño artificio de los sentimientos, la conmoción de la noticia me mandó de bruces al pasado que compartimos en el cambio de siglo. Todos auguraban catástrofes y desdichas para el nuevo milenio, pero nosotros éramos jóvenes y felices, y empezábamos a cosechar aplausos haciendo lo que nos gustaba. Sí, amigo Padilla, en aquellos tiempos nos creíamos invencibles.
Te conocí en Madrid, y lo primero que pensé fue que una sonrisa tuya podía iluminar un edificio entero. Llevabas un premio reciente bajo el brazo y ganas legítimas de comerte a la madre patria a bocados. En aquella época, Nacho querido, todo era posible. Te recuerdo junto a Jorge Volpi, en aquellas improvisadas competiciones de ingenio. Yo, que soy tan charlatana, callaba para dejaros hablar a vosotros por el puro placer de escucharos en vuestras diatribas inteligentes y teñidas de ternura. Mis chicos del Crack. Madrid. Los libros. Los cafés, los bares. La feria en el Retiro. Las ganas de ganar cada partida. La ambición de un puñado de jóvenes a los que sonreían la vida y la suerte. Éramos felices, y lo que es mejor, pensábamos que seguiríamos siéndolo de por vida, como si nos mereciésemos todas las cosas que nos estaban pasando.
Nos regalábamos libros firmados con la amable arrogancia del que está convencido de estar entregando al amigo un objeto valioso, y hacíamos planes para el futuro que siempre estaba lleno de luz. Como tu sonrisa, Nacho Padi. Un mensaje de texto me dice que te has ido, y yo no te recuerdo más que a los treinta recién cumplidos, con una novela exitosa en la mano y material para escribir toda la vida. Con tu niña Constanza recién nacida, aquel bebé adorable que todos queríamos tener en brazos. Hoy quisiera sostener a aquella niña que volvió a México y consolarla en su duelo por el padre maravilloso que se le fue.
Escribo este artículo que no quiero escribir para decirte que echo de menos a las personas que fuimos, que echo de menos nuestra edad perdida, aquella época irrepetible que no queríamos ver que era fugaz. Hoy recuerdo cada brindis cargado de buenos deseos y cada una de tus sonrisas enormes, Ignacio. Porque te mantendré en la memoria sonriendo a la gente y a la vida, y a todas las historias hermosas que te quedaban por vivir y escribir. Qué pena, Nacho. Qué pena.