Sí. La cena fue un éxito. Y las copas, mejor aún. El ambiente relajado, tras otra semana más de tensión extrema, y la charla sosegada invitaban a prolongar la sesión nocturna. Hasta el punto que, a eso de las 6 de la mañana del día siguiente, cuando las palabras pierden la articulación correcta y se convierten en sonidos guturales ininteligibles, se acercó al grupo el hermano de uno de los íntimos amigos reunidos. Sonriendo, posó la mano sobre el hombro de uno de ellos, y soltó una ráfaga de seis palabras:
-Alcalde, vamos a tener que matarte…
-¿Cómo?
Y luego, 10 disparos más para acabar.
-Es que contigo no se puede. Así que tú sabrás…
Sucedió unos años después del asesinato de Miguel Ángel Blanco. ETA, aunque había aflojado sus atentados, continuaba matando. Si habían matado a un concejal del PP en Ermua, ¿por qué no iban a hacer lo mismo con el alcalde, Carlos Totorica, militante del PSOE?
El miércoles pasado, tras la presentación en Madrid del libro El hijo de todos. Vida y asesinato del mártir que venció a ETA, Totorica me contó aquel episodio (anecdótico para él) cuando hablábamos de la situación actual del País Vasco, de la normalización o no de la vida allí y del día a día.
-¿Y sigues viendo en Ermua a la persona que te dijo eso?
-Pues claro. Habitualmente me cruzo con él.
El energúmeno que amenazó a Totorica al más puro estilo gangsterial no ha pedido perdón a este socialista superviviente, con sus 25 años recién cumplidos como alcalde de Ermua, con sus ocho apellidos vascos y cuyas familias paterna y materna se movieron siempre entre el nacionalismo peneuvista y el carlismo tradicionalista. Por un error genético-ideológico, él salió socialista.
¿Pero por qué iban a pedir perdón a un simple amenazado, si los asesinos no lo han hecho con las familias de las 858 víctimas mortales de ETA, más los padres que se quedaron sin hijos, los hijos que se quedaron sin padre o madre, las novias y novios de los muertos, los primos... La conversación con Totorica derivó hacia un aspecto que constituye uno de los capítulos medulares de El hijo de todos.
El capítulo 8, titulado 'Locos de miedo', se sintetiza en dos preguntas:
1. ¿Tienen los vascos, en general, que pedir perdón a todas esas decenas de miles de vecinos perseguidos durante los años más duros de fanatismo verbal nacionalista y de plomo pistolero etarra? Pedir perdón por acción o por omisión.
2. ¿Enfermó mentalmente buena parte de la sociedad vasca que contemplaba, insensible, cómo eran asesinadas cientos de personas en su territorio (con casi 600 muertos del cómputo total) y eran acorraladas las familias de los muertos hasta hacerlas abandonar el País Vasco? Sin olvidar a las 200.000 personas que optaron por marcharse de su cuna al sentirse en el centro de la diana.
Una y otra pregunta pueden formularse y ser contestadas de varias maneras. En casos complicados como el del País Vasco hay que aplicar el principio de Ockham, según el cual cuando una cuestión es prácticamente imposible de resolver, la respuesta más sencilla suele ser la acertada. En el País Vasco y en España en general, ETA asesinaba tanto porque había muchos asesinos sueltos, y se hacía con tanta impunidad porque una parte importante de la sociedad vasca arropaba o, como los tres monos sabios, no veía, no oía y no decía. Se trataba de la sabiduría cobarde del miedo.
Carlos Iturgaiz, dirigente del PP vasco durante los años más duros de ETA, el líder que firmó el carné de militante de Miguel Ángel Blanco con el número 3.322, contesta en mi libro, de manera taxativa, a la primera pregunta: “La sociedad vasca debería pedirnos perdón”. Recuerda Iturgaiz, un profesor de acordeón metido en política que se mareaba al ver sangre, que durante años al cruzarse con simpatizantes de su partido por la Gran Vía de Bilbao, éstos le saludaban arqueando las cejas. Y no todos se atrevían. Si eran descubiertos, sus negocios o sus vidas podían sufrir las consecuencias.
José Antonio Zarzalejos, director de El Correo en aquellos años y uno de los periodistas de mayor profundidad en el análisis, responde a la segunda pregunta: “La sociedad vasca era una sociedad enferma; lo era y yo diría que lo sigue siendo aún”.
¿Tiene la sociedad vasca en general que pedir perdón por lo que hizo o consintió? ¿La apatía o indiferencia de sus comportamientos, la falta de piedad con los perseguidos, fue sólo producto del miedo o tenía un componente racista ya que, a los que mataban y acosaban, en general, eran en muchos casos maquetos, belarri motzas, orejas cortas, como llamaba Sabino Arana, padre del nacionalismo vasco, a los inmigrantes llegados de Maquelandia/España?
En el País Vasco se produjo un proceso de estigmatización del contrario como reafirmación de lo propio, muy frecuente en los regímenes totalitarios, como sucedió en otra dimensión en la Alemania nazi. Para que haya arios tenía que haber judíos. Para que hubiera vascos de pura cepa, con su RH negativo, españoles. Así la muerte de un estigmatizado, de un sobrante, acababa siendo asumida como un juego mortal. Recojo en el libro la opinión del profesor Jesús Casquete, de la Universidad del País Vasco: “Si hay sobrantes, hay que mostrarles que sobran”. Y para que se enteren, hay que acorralarlos. Y por si tienen dudas, se mata a unos cuantos para que aprenda el resto.
Esta era la realidad del País Vasco en los años 80 y 90. Es el asesinato de Miguel Ángel Blanco el que rompe tal embrujo malvado. El 14 de julio de 1997, día de su entierro, se produce lo que yo llamo 'La revolución del 14 de julio'.
Casi veinte años después de la muerte de Blanco y tras cinco años del último asesinato de ETA, ¿tiene sentido hablar de aquellas situaciones vividas por quienes físicamente ya están desintegrados (los muertos) y sus recuerdos casi evaporados? ¿Merece la pena recordar aquellos tiempos remotos, “prehistóricos” los llamó Mayor Oreja el miércoles en la presentación del libro susodicho, aunque el ex ministro del Interior se refería a las expectativas levantadas por el Espíritu de Ermua, de unidad de constitucionalistas y pacifistas frente a los nacionalismos extremistas?
Yo creo que sí. Y por eso he escrito el libro El hijo de todos. Porque el problema no es que los asesinos de Miguel Ángel Blanco hayan tenido dos hijos en la cárcel, la parejita con la que soñaba el concejal de 29 años asesinado. Lo dramático sería que tanta sangre derramada (imaginen una balsa con los 1.500 litros de sangre, aproximadamente, que perdieron los muertos de ETA) palideciera hasta desaparecer de la memoria de España.
Hasta que Arnaldo Otegi, parlamentario vasco en 1997, quien no movió un músculo de la cara a favor de la liberación de Miguel Ángel Blanco, no haga abluciones en un rojo testimonial pidiendo perdón por el daño infligido por el terrorismo de los suyos y con él muchos cientos de miles de vascos, hay que porfiar en el recuerdo de las víctimas. El próximo lehendakari debería proponer el Día de las Víctimas Demócratas de la intolerancia en el País Vasco, así como existe el Aberri Eguna, el Dia de la Patria Vasca.
Las elecciones vascas del próximo 25-S evidenciarán el fracaso parcial del Espíritu de Ermua: los constitucionalistas que lo impulsaron, PP y PSOE, quedarán reducidos a partidos testimoniales. Entre los dos sumarán probablemente 16 diputados, los mismos que Bildu, los herederos de ETA. El 25-S mostrará que en el País Vasco la paz está lejos, aunque no haya muertos.
En Hamlet, se pregunta el nuevo rey tras asesinar a su hermano para usurparle la corona: “¿Puede uno lograr perdón reteniendo los frutos del delito?”. La frase sirve para Arnaldo Otegi. Y le responde Hamlet, el hijo del rey asesinado: “Un asesino y malvado, un rey de farsa; un cortabolsas del reino y del poder, que hurtó de un anaquel la preciosa diadema y se la metió en bolsillo”. Una preciosa diadema era Miguel Ángel Blanco y los malvados cortabolsas son quienes quitaron vidas o lo consintieron, y no han pedido perdón por ello.