Si es verdad que un hombre es alguien que nace y muere y, entre medias hace cosas, los datos de la vida de Carlos Dívar son, en síntesis, estos.
Carlos Dívar vino al mundo el día de San Silvestre hace 75 años. Licenciado en Derecho por la Universidad de Valladolid, en 1969 ingresó en la carrera judicial. En 1980 ascendió a magistrado y meses después llegó al Juzgado Central de Instrucción número 4 de la Audiencia Nacional. En 2001 accedió a la presidencia de este órgano. En el año 2008 fue elegido presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo, cargo del que dimitió en junio de 2012. Lo hizo, según sus palabras y las de otros compañeros de judicatura, ante “la campaña cruel y desproporcionada” de la que fue víctima por unos gastos de viaje no justificados.
Ahora bien, un hombre no es sólo su biografía, sino algo más profundo. Un hombre es una realidad que un día, una noche, desaparece y se convierte en un cuerpo muerto. De ahí que en este trance me interesen por igual el recuerdo del juez Carlos Dívar y el de Carlos Dívar hombre. Lo primero es relativamente sencillo, como lo es hacer elogios de su profesión y resaltar alguna de las decisiones que tomó. Por ejemplo, cuando, en febrero de 1990, rechazó la querella interpuesta por el fiscal General del Estado Leopoldo Torres contra el diario El Mundo por haber “calumniado” al Gobierno al informar de un supuesto trato de favor a Juan Guerra, hermano del vicepresidente, en la concesión de una subvención a una empresa vinculada a aquél. O cuando, en tiempo muy difíciles, afrontaba las causas por los atentados terroristas más feroces.
Carlos Dívar fue un buen juez y un juez bueno, que sabía a la perfección que juzgar a los demás es un raro tejer y destejer de azotes y perdones.
Pero no. En la hora triste de las alabanzas fáciles no quiero dejarme llevar ni por una estéril adulación, ajena a mi talante y al suyo, cosa que los lectores no tienen obligación de compartir. Sin embargo, sí es justo decir que en el mundo del Derecho y la Justicia hay un compañero menos a quien admirar y querer. Siempre pensé que Carlos Dívar llegaría a ser un juez centenario. Carlos Dívar fue un buen juez y un juez bueno, que sabía a la perfección que juzgar a los demás es un raro tejer y destejer de azotes y perdones. A Carlos Dívar le venía como anillo al dedo esa figura jurídica que nunca se destacó lo suficiente: la del hombre bueno que intervenía en los actos de conciliación. Pocos la han encarnado tan bien como él. En cuanto juez y persona. Le encantaba la concordia, el acuerdo conveniente, la paz jurídica, las amigables composiciones.
De Carlos Dívar ya no podemos hablar más que en pretérito. Si no lo recordáramos estaría más muerto y nosotros no habríamos sido sus amigos. Porque Carlos Dívar cultivaba la amistad, ese sentimiento ilustre que casi nadie sabe distinguir. Para él, contra lo que suele entenderse, la amistad no era un medio sino un fin. Sabía que a la amistad se llega desde la generosidad, que la amistad interesada destruye el mayor encanto de la amistad. La amistad no es hija de la utilidad, sino su madre.
En fin. Carlos Dívar ha muerto. Francisco de Quevedo decía que dichoso serás y sabio habrás sido si cuando la muerte te venga no te quitare sino la vida solamente. A Carlos Dívar la muerte no le ha quitado más que la vida. El hombre sólo es inmortal si después de dejar este valle de lágrimas, su familia y sus amigos lo recuerdan incesantemente.
Carlos Dívar será enterrado hoy en el cementerio de Valladolid. Allí dormirá su sueño eterno. Que la tierra le sea leve es el deseo de quienes le lloran. Descanse en paz este juez, hijo de juez y nieto de juez, que desde muy joven se las prometió muy felices administrando justicia. Al final de su carrera no encontró la plena felicidad por culpa de algunos malasombras. Descansen en paz también aquellos que en la muerte de Carlos Dívar sientan algún que otro remordimiento de conciencia.
*** Javier Gómez de Liaño es abogado, juez en excedencia y consejero de EL ESPAÑOL