“La antropología”, escribió Fernando Savater en su Diccionario del ciudadano sin miedo a saber, “nos dice que el hombre es una variedad del chimpancé que logró hacerse mucho más inteligente de lo que un mono suele ser gracias a que aprendió a cambiar de aires, mudarse de casa y conocer mundo. Ser humano significa emigrar: todos somos emigrantes, o hijos de emigrantes, o nietos o tataranietos de emigrantes”.
Ignoro si el presidente Pedro Sánchez ha leído este libro pero es indudable que comparte su alma. El que seguro no lo ha ojeado es el líder de la Liga Norte Matteo Salvini que, aparentemente y a la vista de su comportamiento, no ha logrado dar ese paso intelectual que separa al mono del chimpancé y a éste del hombre con entrañas.
Pero lo peor de todo no es que Salvini sea un racista y un fascista repugnante, que lo es, lo más triste es que siendo lo uno y lo otro empieza a ser el político más valorado de Italia. Como Mussolini en su día.
Tratar de explicarle a éste y a otros muchos racistas camuflados –si, esos que dicen que, por supuesto, no lo son y que tienen amigos negros o pobres o de lo uno y de lo otro– que es la emigración lo que ha hecho que la humanidad haya llegado hasta aquí, es toparse con una pared de incomprensión, estupidez, egoísmo y maldad de la que sólo el hombre es capaz.
El buen racista –estos días me estoy dando cuenta de que existe como especie en vías de crecimiento y tiene perfiles propios– es aquél que tras negar que lo sea y rodearse de un halo de falsa humanidad cree que lo del ‘Aquarius’ es en realidad un error por el efecto llamada que provoca; que está muy bien, pero que la mayoría de quienes llegan de África acaban de delincuentes o de putas; y que no está muy de acuerdo, pese a su talante humanitario, de que se les de una tarjeta sanitaria como si fueran blancos y nacidos en la Ribera de Curtidores o en la Plaza Cataluña. Al final, no nos engañemos, todo es cuestión de dinero; y de saber qué estamos dispuestos a hacer por esa “carne humana” de la que habla el fascista Salvini.
Pepe Viyuela le dijo el otro día a mi amiga Lorena que no se sentía orgulloso de España hasta que acogimos a los 630 seres humanos que Salvini prefería que se pudrieran en alta mar. Yo, como Viyuela, quiero vivir en el país que los acoge, y que tiene sus hospitales abiertos de par en par, antes que en aquél donde algunos de sus ministros hablan de “carne” para referirse a seres humanos y quieren hacer listas con los gitanos –ahora les toca a ellos, mañana ya veremos– que hay en su territorio.
El buen racista, el que no ha podido llegar ni a chimpancé, desconoce que “nacer es siempre llegar a un país extranjero”, como dijo Plutarco, y que los que aquí vienen tratan de escapar de la miseria sin saber lo que les espera al otro lado del charco. Que no es la luz ni las bambalinas lo que les atrae, sino la sombra de la que escapan lo que les empuja. Todos los emigrantes que en el mundo han sido han llegado a sus destinos, allá donde estuvieran, buscando algo tan importante como el sustento o el trabajo; buscaban la posibilidad de ser, de tener derecho a soñar, de poder convertirse simplemente en uno más, en ciudadano a secas, en ciudadano al fin.
Soy emigrante, me siento emigrante y mi piel, afortunadamente, es de infinitos colores. De todas partes soy y de todas me siento. Soy de los que creen en los que llegan y también en los que se van, en los que cambian de aires, en los que se mudan de casa, en los que dicen adiós y hasta siempre…