Cuando, a principios de década, las primeras oleadas de politólogos llegaron a las redacciones y a las tertulias españolas, muchos periodistas les miramos con escepticismo. "¿Pero quiénes son estos advenedizos que llegan a nuestro coto privado con su ciencia y su desprecio insultante por la opinión a cuestas?". Pero el roce hace el cariño. O, al menos, la tolerancia. Ocho años después, es posible sostener con argumentos que cuatro o cinco nombres destacan muy por encima del resto. Y quizá sea Pablo Simón el politólogo alfa de esa manada.
El príncipe moderno. Democracia, política, poder es el primer libro en solitario de Simón. En él, este profesor de la Universidad Carlos III de Madrid habla de la crisis de la democracia, de feminismo, de la nueva extrema derecha, del nuevo Estado (con mayúscula) del malestar, de federalismo y de socialdemocracia, entre muchos otros temas. Es decir, de los asuntos que ocupan el 90% del espacio y el 100% de los comentarios de los lectores en los medios de prensa y audiovisuales hoy en día.
Pablo Simón lleva a rajatabla esa máxima periodística, jamás respetada por periodista alguno en toda la historia de la profesión, que dice que has de irte a la tumba sin que uno solo de tus lectores sepa de qué pie (ideológico) cojeas. También lleva a rajatabla la de tirar poco de adjetivos y de adverbios, siempre tan reveladores. Por supuesto, en el caso de Simón es relativamente fácil adivinar hacia dónde carga a poco que se tenga el ojo entrenado. Pero, desde luego, no será porque él lo ponga fácil dejándose llevar por sus pasiones ideológicas. Lo cual, por supuesto, le honra.
En el subtítulo de tu libro distingues entre democracia, política y poder. ¿Existe la democracia sin política y la política sin poder?
Sin duda. Es cierto que la política trata de la gestión de los asuntos públicos, pero también es cierto que la política no tiene todo el poder. Estamos en un momento, además, en el que los Estados están perdiendo capacidad para tirar adelante sus proyectos. Porque el poder, a veces, no está en la política, ni necesariamente las políticas públicas son votadas mediante procedimientos democráticos.
Vivimos procesos de regresión autoritaria en muchos lugares del mundo. Y el hecho de presentar esos tres conceptos por separado en el libro tiene que ver con esa tensión: con quién es el que tiene capacidad para hacer las cosas (poder), con quién puede decidir el rumbo de la sociedad (política) y con el arreglo al que llegamos para gestionar esos conflictos, que puede ser democrático o no serlo (democracia).
China o Rusia han demostrado que se puede prosperar económicamente sin democracia, o con una democracia muy mermada. ¿Es ese el debate del futuro, también en España?
Esta es una de las cuestiones que vamos a debatir durante los próximos diez o veinte años, sí. Tradicionalmente, se ha sostenido que la prosperidad económica sólo se puede conseguir mediante la democracia. Y lo contrario: que el crecimiento trae la democracia. Pero estamos empezando a ver que para que exista crecimiento económico no es necesario un sistema con garantías legales, equilibrio de poderes, procedimientos electorales y respeto a las minorías.
Se están produciendo transformaciones del orden mundial. Polos que no pertenecen al orden democrático tradicional, como Rusia o China, están ganando poder e influencia, mientras vemos al mismo tiempo un lento declive del peso relativo de los EE. UU. y de la propia UE, que sigue en su laberinto. Y esos procesos de regresión hacia el autoritarismo plebiscitario —donde tú votas al líder, pero donde ese líder, una vez en el poder, desmantela los controles básicos, como ocurre en Polonia, Hungría, Venezuela o Turquía— muestran cómo se puede hacer un bypass a los poderes democráticos y, a la vez, generar bienestar.
Y eso plantea un reto nuevo.
Claro. Porque el consenso vigente desde la caída del Muro de Berlín, el de que la democracia iba a ser la única regla imperativa en el mundo, ya no existe. Para Hungría y Polonia, por ejemplo, el modelo es Putin o Erdogan.
Te quería preguntar sobre el populismo. Generalmente se habla de él como de un fenómeno puntual, independiente de la democracia. Pero hay una segunda manera de verlo: como una consecuencia inevitable de la democracia. ¿Cómo podemos luchar contra el populismo si este es intrínseco a la genética de la democracia y no una enfermedad coyuntural de la misma?
Este es un debate larguísimo. Y, de hecho, en el libro esquivo el término 'populismo' porque todavía está en disputa. Hay dos ramas de la literatura al respecto. Hay gente que te dice que el populismo es meramente una estrategia que vende la idea de que el pueblo es virtuoso, de que las elites son corruptas y de que tú representas a la gente. De acuerdo a esta idea, que es la que tú planteas, todos los partidos pueden ser populistas porque todos pueden aplicar esa estrategia. Según esta tesis, el populismo sería consustancial a la democracia porque siempre habrá partidos que intenten arrogarse la representación de todo el mundo cuando la sociedad es, en realidad, compleja y plural.
Pero hay una segunda rama que dice que el populismo es un software que tú superpones a un hardware ideológico más profundo. Es decir, que se puede ser populista de derechas o de izquierdas en función de a quién identifiques como el pueblo. El populismo de América Latina, el indigenista, identifica como pueblo a los desposeídos y a los pobres. El populismo de derechas, en cambio, identifica al pueblo con la nación. La nación étnicamente pura, por decirlo de alguna manera.
El populismo también revela un fracaso.
El populismo es un síntoma. Un síntoma que revela la incapacidad de las formaciones políticas tradicionales de canalizar el conflicto dentro de las estructuras democráticas ordinarias. Porque no puede haber democracia si no existen dos pilares: el voto, por un lado, pero también la limitación del poder. Esos límites son los jueces, o los medios, pero también la descentralización territorial, que es una manera de establecer un contrapeso. El federalismo, por ejemplo, surge en los EE. UU. como un contrapeso destinado a evitar lo que ocurrió en el Reino Unido con la autoridad del Rey.
Así que la tensión entre esos dos polos está ahí y no se puede resolver de forma sencilla. Lo que se ha de tener en cuenta es que, al final, la gente vota. Lo que hay que evitar es que la democracia muera por sí misma. Es decir, que termines votando a partidos que van a suprimir la misma esencia de la democracia.
El libro Contra la democracia, de Jason Brennan, propone un sistema en que el voto de los ciudadanos tenga un valor distinto en función de los conocimientos, de la capacidad para comportarse racionalmente y del compromiso con el interés general de cada uno de los votantes. ¿Qué te parece la idea?
Yo soy bastante crítico con ese tipo de tesis elitistas. Este debate lleva con nosotros desde Platón. Es la idea de que, al final del día, tú no sabes si la gente está capacitada e informada. Y eso es verdad. Hay razones para pensar que la mayoría de la gente no se interesa por la política, conoce vagamente las cuestiones, etcétera.
Pero la gran revolución que se hace durante el siglo XVII y XVIII por parte de los utilitaristas clásicos (James Mill y, un poco menos, John Stuart Mill) es la idea de que la razón por la que el voto debe ser igual para todos es que la democracia no va de elegir las mejores soluciones técnicas para cada problema sino, sobre todo, de tener la capacidad para defender tus propios intereses. Y en la asunción de que no se puede instaurar un sistema en el que alguien diga “yo sé qué es lo bueno para la sociedad”, porque eso implica un riesgo de tiranía, ¿cuál es la segunda mejor opción? Permitir que cada cual vote en función de su propio interés.
Y eso también es una ficción, la de que todos sabemos identificar nuestro interés. Pero es una ficción democrática necesaria sin la cual no puede funcionar el sistema.
Es cierto que nuestro sistema no es el de las polis griegas. Nuestro sistema es semi-aristocrático. Porque estás eligiendo entre dirigentes, y se supone que esos dirigentes son “los mejores”. Pero los estás eligiendo para que defiendan tus intereses. Si el voto es igual es porque se supone que nadie puede identificar mejor tus propios intereses que tú mismo. Pero el debate es muy interesante. Es un dilema antiquísimo.
En el libro explicas algo que va a contra corriente de la percepción popular. Dices que los españoles no somos especiales en nuestra tolerancia hacia la corrupción y que eso ocurre también en Brasil, Japón o Reino Unido. ¿Por qué la corrupción no suele pasar factura, o no tanta como desearíamos, a los partidos políticos en España y en el resto del mundo?
Porque el voto es un instrumento limitado. Con el voto tenemos que castigar al partido corrupto, pero al mismo tiempo hemos de valorar si ese partido ha hecho bien su trabajo o no, o si ha cumplido su programa electoral o no. Quizá es corrupto pero ha generado crecimiento económico. Pero, aún suponiendo que lo quiera castigar, he de encontrar un partido alternativo al que votar, y me han de convencer sus alternativas. Y también he de evaluar si esas alternativas van a ser mejores o peores.
Todo esto genera el caos y una tensión irresoluble en el ciudadano. La corrupción es una variable, pero hay otras variables jugando al mismo tiempo. Y también es verdad que, en España, y dependiendo del escándalo de corrupción, puede haber más reacción electoral o menos. Cuando son escándalos en los que alguien se ha lucrado personalmente, la gente lo castiga más, sobre todo en contextos de crisis económica. Cuando son corrupciones clientelares, como cuando por ejemplo recalificas un terreno y cobras una mordida pero generas crecimiento para el pueblo… ahí somos bastantes más indulgentes.
¿Qué hacemos entonces con ese fallo del sistema?
Establecer controles horizontales. Hay que reformar la administración para que sea esta la que detecte la corrupción antes de que ocurra. Fíjate que la reforma que más está tardando en hacerse en España es la de la administración. Ahí es donde las sinergias se arrastran por más tiempo y donde los controles son más difíciles de implementar. Y si, además, como en el caso de España, muchos funcionarios son políticos, el lobby ya lo tienes dentro.
Ha habido intentos de reforma que no han llegado a buen puerto.
A mí hay una cosa que me entristece mucho de esta legislatura y es la paralización en el Congreso de la ley Ómnibus de lucha contra la corrupción, que iba a introducir un sistema de anonimato para la delación de delitos de corrupción por parte de funcionarios públicos. Sabemos que la gente que denuncia casos de corrupción en la administración pública está sometida a unas presiones enormes. Esa reforma sería fundamental.
Otra reforma interesante sería una que tiene que ver con el nivel local. Es verdad que tenemos mucha corrupción ahí, y que tenemos interventores y secretarios, pero esos interventores y secretarios tienen una remuneración que se puede complementar desde los Plenos municipales. Y eso lo saben las mayorías políticas, que lo utilizan como un instrumento para jugar con las simpatías de esos funcionarios.
Los problemas están identificados, en definitiva. El tema ahora es quién le pone el cascabel al gato.
Ponle una etiqueta a VOX.
Es nueva extrema derecha o extrema derecha populista. La razón es doble. Primero, porque si miras su ideario político, sigue tal cual las tres condiciones de un partido de estas características: es autoritario hacia dentro y hacia fuera, es nativista (es xenófobo y, al mismo tiempo, nacionalista español, porque considera que la nación española es mejor) y sigue estrategias populistas: identifica a las elites tradicionales, habla de “la derecha cobarde” y se arroga la representación de la nación española.
Pero como esta categorización le puede chirriar a mucha gente, hay una segunda prueba del algodón. A principios de 2016, en Coblenza, hubo una reunión de los principales partidos de extrema derecha europeos: el Frente Nacional, la Liga Norte, el Partido por la Libertad de Wilders, Alternativa por Alemania… ¿Y quién estaba allí como invitado? VOX. Por lo tanto, ellos mismos, sus propios dirigentes, se han ubicado dentro de la familia formada por estos partidos.
Dice el historiador catalán Enric Ucelay-Da Cal que el rasgo que distingue al fascismo puro y duro de la extrema derecha es la chulería. Según él, el fascista acepta sin complejos el calificativo de “fascista” mientras que la extrema derecha lo rechaza al considerarlo negativo. ¿Crees que VOX está en ese punto?
No, creo que no. La Ciencia Política distingue dos categorías: los partidos post-autoritarios o de corte fascista, que reivindican la nostalgia de los regímenes fascistas y que en Europa han sido extremadamente minoritarios, y los de la nueva extrema derecha, que no reivindican ese legado. Estos últimos partidos hablan de otras cuestiones: muestran un fuerte euroescepticismo, son más intervencionistas en lo económico… Su matriz ideológica, en definitiva, es distinta. Otra cosa es que a veces te encuentres militancias cruzadas de gente que se mueve de un tipo de partido al otro. O que haya procesos de reciclaje. Como decía Mark Twain, la historia no se repite, pero rima. Y hay matices importantes que diferencian a los unos y a los otros.
Dice Ignacio Sánchez-Cuenca que la izquierda se ha apropiado de la superioridad moral porque la ha preferido a la superioridad intelectual, que es patrimonio de la derecha. ¿Estás de acuerdo con ello?
[Ríe] Bueno, la verdad es que no lo veo tan claro. De entrada, hay algo que es evidente, y es que la mayoría de la intelectualidad desde el año 68 en adelante ha sido casi siempre de izquierdas, quitando algunas excepciones muy concretas. Pero creo que plantear la idea de la superioridad moral de un campo ideológico respecto al otro… Hombre, podríamos discutir desde una perspectiva filosófica y quizá sería interesante, pero todo el mundo que defiende una ideología lo hace porque cree que sus convicciones morales son superiores a los de las otras ideologías. Porque si no fuera así, cambiaría de ideología.
La hipermoralización del espacio público, es decir creer que el que tengo enfrente es estúpido o malvado, nos lleva a un callejón sin salida. Maquiavelo lo dice: “La moral de la política es diferente de la moral de los santos". Quien entra en política sabe que va a tener que pactar con el diablo porque muchas veces va a tener que elegir entre dos bienes incompatibles y va a tener dilemas morales frente a él.
¿Por qué “extrema derecha” nos suena mal y “extrema izquierda”, bien?
Creo que esto conecta con nuestra historia. Desde la caída del Muro en 1989, el peligro de la llegada de dictaduras socialistas se desvanece. Y los partidos comunistas que habían sido tradicionalmente muy poderosos, como el de Italia, desaparecen o deben reciclarse. Cuando esto lo planteas en América Latina, la gente arquea las cejas. Porque ellos sí han tenido populismos o dictaduras de socialismo real, mientras que en Europa ese peligro no existe y los partidos postcomunistas han tendido a converger con la izquierda tradicional.
Así que creo que si “extrema izquierda” nos suena mejor es porque esa izquierda ha aprendido a moverse hacia posiciones que en términos socioeconómicos podría defender una socialdemocracia en los años 50 o 60. En cuanto a los derechos y las libertades individuales, también se han movido hacia posiciones algo más tolerantes que cuando eran la vanguardia del proletariado y se proponían tomar el poder al asalto.
¿Y la extrema derecha?
Yo en el libro defiendo que hay que separarla de la derecha clásica. Es una tercera pata, no hay que ponerla con los conservadores y los liberales. Porque la extrema derecha defiende dos cosas que la han alejado de ellos: primero, es una derecha proteccionista, enemiga del libre mercado, y segundo, es euroescéptica. Lo que yo defiendo es que a esa extrema derecha de la que hablamos hay que considerarla un polo separado más que un extremo de la derecha.
Hay gente en la izquierda que defiende, incluso, que hay que crear un cuarto polo, el de la izquierda reaccionaria, que se correspondería con el manifiesto reciente de Anguita. Pero yo no comparto esa idea y creo que, de momento, estamos en esos tres polos.
Hace diez, quince, veinte años, el marxismo decía que todo (el arte, el sexo, el deporte) era política. Ahora, el postmodernismo de las políticas de la identidad y el feminismo lo analiza todo en términos de relaciones de poder. ¿Estás de acuerdo con ese maximalismo?
Yo tengo una visión más matizada. Evidentemente, en todas las sociedades existen relaciones de poder y pactos explícitos o implícitos sobre cuál es la posición que cada cual ocupa en la estructura productiva o en su consideración social. Pero también creo que es un tipo de debate que está muy ligado a dos tipos de personas: los académicos y la burbuja en la que se ha convertido Twitter, por donde muchas veces se mueven activistas que han consagrado su vida a determinadas causas y que encuentran un nicho de mercado en la exacerbación de sus posiciones.
Yo creo que ha habido ya un movimiento hacia el consenso de lo que resulta o no resulta asumible en la esfera pública, y que la gente ha ido incorporando con mayor tranquilidad de lo que se dice. España es un país que presenta altos niveles de tolerancia en todas las métricas. Hacia la minoría homosexual, hacia la inmigración o hacia el feminismo. España, en este sentido, es una isla al margen de todos estos debates de la política de la identidad, que están muy vivos en los países anglosajones porque son sociedades más cosmopolitas. Parece que aquí los intentamos meter con calzador, cuando nuestra realidad es muy diferente.
Yo tengo la teoría de que la socialdemocracia ha muerto de éxito al conseguir todo lo que se propuso en la década de los 60 o los 70, y que si ahora anda perdida es porque, a falta de grandes batallas, se ha apuntado a las de las políticas de la identidad, el feminismo y otras causas que no apelan ya a toda la sociedad, sino sólo a una pequeña parte de ella. ¿Cómo lo ves tú?
Que los socialdemócratas pueden acabar como una especie en vías de extinción es algo que estamos viendo en varias elecciones. La constatación empírica es que los socialdemócratas están perdiendo cada vez más votos y escaños. Paradójicamente, el PSOE, con sólo 84 diputados, está en cabeza de la familia socialdemócrata. Es decir que el partido socialdemócrata que mejor está resistiendo es el español, para que nos hagamos una idea.
Y es cierto que es un poco inquietante para ellos el paralelismo histórico con lo que ocurrió con los partidos liberales a finales del siglo XIX. En aquella época, el poder se lo alternaban liberales y conservadores. Y cuando empezaron a entrar los partidos socialdemócratas en los parlamentos europeos, los primeros terminaron como meros partidos bisagra.
¿Cómo se explica la crisis de la socialdemocracia?
Para la crisis de la socialdemocracia hay dos familias de explicaciones. La primera dice que esto es culpa de los líderes, que los líderes son un desastre, que esto es culpa de su giro neoliberal a partir de Reagan, Thatcher y la Tercera Vía de Tony Blair, etcétera.
Pero también hay un cambio estructural, que es lo que tú apuntabas. Es el hecho de que el Estado del bienestar se ha expandido mucho y que la socialdemocracia ya ha conseguido parte de sus objetivos. España, por ejemplo, se va a convertir en uno de los países con mayor esperanza de vida. Tenemos un sistema de salud muy competente, cada vez tenemos menos clase obrera porque nos estamos convirtiendo en una sociedad terciaria y de servicios… Las desigualdades hoy no son las mismas que hace cuarenta años. Y la retórica de esos partidos socialdemócratas se articula de acuerdo a un tiempo que no es el de ahora.
Eso no significa que no puedan ganar elecciones. Claro que lo pueden hacer. Pero es verdad que las desigualdades, que es lo que más les preocupa, están en otro sitio. Un transportista de Deliveroo o un falso autónomo están en mayor situación de precariedad que un obrero industrial de la SEAT.
¿Qué va a ocurrir con ellos?
Pueden pasar dos cosas. O que acaben convirtiéndose en partidos bisagra —y eso sería letal porque las grandes coaliciones suelen pasar factura, sobre todo a ellos— o que terminen siendo los segundones dentro de su bloque. Es decir que veamos cómo los socialistas empiezan a poner presidentes verdes o presidentes de otro tipo, que era la aspiración de Podemos cuando intentó provocar el sorpaso sabiendo que ese dilema colocaba al PSOE en una posición imposible: la de hacer presidente a Rajoy o a Pablo Iglesias.
Hay mucho debate sobre la calificación jurídica de lo ocurrido en Cataluña durante el último año. Algunos juristas, políticos y periodistas hablan de rebelión, es decir de un golpe de Estado, mientras que otros hablan de una simple desobediencia y a veces ni siquiera eso. ¿Qué opinas de ello?
Creo que parte de la confusión terminológica viene de la definición de golpe de Estado de Hans Kelsen, que dice que este es cualquier proceso de disrupción del orden constitucional. De acuerdo a esa tradición, se puede considerar que lo que hubo en Cataluña fue un golpe de Estado. Pero para los politólogos un golpe de Estado no es una mera disrupción constitucional, sino que implica también el uso de la violencia. Y eso no ha ocurrido.
Estamos, de hecho, en una situación sin precedentes en ningún lugar del mundo. Porque en ningún lugar del mundo ha habido un proceso de independencia unilateral, en ausencia de reconocimiento externo y de apoyo interno, en el que se proclamara la independencia, pero no se llegara a tomar el poder.
¿Cómo lo definirías, entonces?
Como una crisis constitucional. Porque imputar rebelión o golpe de Estado ya es una calificación jurídica para la que yo no soy competente, porque no soy jurista. Entiendo que con una concepción extensiva del concepto “violencia”, como la del juez Llarena, sí se puede considerar eso. Lo que sí está claro es que ha causado enormes desperfectos en la sociedad catalana. Y también en la española, claro.
Pero la violencia no siempre es física. La violencia también puede ser política. ¿No es el nacionalismo catalán un movimiento violento desde el punto de vista político?
Yo tengo mis dudas, soy más garantista. Porque es posible que luego los delitos sean modificados y empecemos a hablar de tentativas, o de conspiración, pero no del ejercicio propiamente dicho de ese delito. Es un debate abierto entre los juristas.
Como eres un habitual de los medios, conoces la contradicción entre la necesidad de audiencia y la de ofrecer contenidos rigurosos. Parece que el trabajo de los politólogos y los periodistas es una manta corta: si te tapas la cabeza ofreciendo contenidos complejos, dejas al descubierto los pies de las audiencias masivas. Y viceversa. ¿Cómo resuelves tú esa tensión?
A título personal, intento resolverlo sabiendo de antemano cuáles son los temas, anticipando si voy a ser capaz de discutirlos y diciendo a veces "no" para no discutir cuestiones para las que no soy competente.
Yo creo que esa dinámica de competición en los medios va a derivar en una especialización. Ahora mismo, la publicidad tampoco da para mantener medios, así que a medio plazo todos van a contemplar opciones de pago. Y ahí vamos a tener que cuidar más los contenidos. Es un dilema difícil de resolver porque los medios son actores fundamentales de nuestras democracias, pero también son empresas. Y la crisis económica ha pasado una factura económica severa a los medios en nuestro país.
¿Por qué es inmoral la desigualdad? Dicho de otra manera: ¿Por qué aceptamos sin problemas que somos desiguales físicamente, o en nuestra habilidad para conseguir parejas sexuales, o en nuestra sensibilidad artística, pero no en inteligencia, o capacidad de trabajo, o económicamente?
Bueno, tengo la impresión de que se mezcla todo. No es lo mismo 'diferencia' que 'desigualdad'. Y tratar igual a quien es diferente también es una forma de desigualdad. Pero hay muchos matices y esto daría para una discusión de cincuenta horas.
John Rawls te diría que la cuestión es el punto de partida. Es decir que lo relevante es que todo el mundo esté en una posición de igualdad antes de las decisiones individuales que va a adoptar en su vida. ¿Cómo te gustaría que estuviera repartida la riqueza en la sociedad si tú no supieras en qué hogar vas a nacer? Seguramente sería una sociedad en la que todo el mundo partiera del mismo punto.
Pero después la sociedad genera desigualdades porque todos tomamos decisiones. A veces acertadas y a veces desacertadas. No es lo mismo tener cinco euros y ahorrarlos que gastártelos en vino. En este caso, esa desigualdad estaría provocada por tus acciones. Fíjate que España es uno de los países que declara más preocupación por la desigualdad. Pero eso es porque somos uno de los países más desiguales y que con menos eficiencia redistribuye del mundo.
Es habitual leer textos sobre Pedro Sánchez en los que se le califica poco más o menos de “poco inteligente”. Pero muchos otros dicen que sólo un tipo muy listo habría conseguido renacer tantas veces de sus cenizas y después llegar a presidente del Gobierno. ¿Qué opinas tú?
Yo creo que la inteligencia política no es lo mismo que la inteligencia académica. La política es un arte complejo. Y requiere tener claros tres o cuatro principios, pero también ser flexible, saber transaccionar, tener encanto para seducir a la gente, saber moverte… Y todos esos elementos son un tipo de inteligencia, de inteligencia política, que es peculiar. Así que despreciar a un político por sus pocos estudios… Bueno, no digo que sea un tema menor, pero lo que un buen político ha de tener claro es cuál es su proyecto de país y a quién quiere representar.
Entiendo entonces que, para ti, Pedro Sánchez tiene una alta inteligencia política.
Si has de evaluarlo por los resultados, su cuenta no va mal. Él ha sido uno de los pocos políticos que, como Renzi y Corbyn, ha sabido renacer de sus cenizas y aprovechar los errores de sus adversarios para acabar como presidente del Gobierno. No es un tema menor.