De Extremoduro se sale -se debe salir- como de un acné adolescente, como de una de esas gripes de los veranos núbiles: Extremoduro se irá diluyendo en nuestra memoria sentimental como el teléfono de un viejo amigo, como la fecha de cumpleaños de un viejo amor, como el número del bus que nos llevaba a los viejos sitios donde amamos la vida. Ya no, ya no, ya no podemos recordarlo todo: tenemos que eludir esas citas, buscamos dolores inéditos. Extremoduro se divorcia y yo me alegro con un poco de culpa; porque todos necesitamos vicios nuevos, discos nuevos, nuevas maneras de expresar el amor, el mono y la rabia -¿no eran lo mismo?-.
Extremoduro ha envejecido y nosotros también, no hay más que vernos: a este lado ya no somos los niños que se colgaban argollas en la nariz porque no sabían hacia dónde correr, hacia dónde romper, cómo avisar desde fuera del feísmo y la extrañeza que vivían por dentro; los niños que se sentían únicos y solos en el mundo -todos a la vez-; niños creciendo mal desde el colegio a la universidad, avanzando en la incomprensión, escuchando Jesucristo García y soñando con raparnos el cráneo; niños en guerra con la policía -que nunca hizo nada por nosotros, excepto multarnos de secreta por tomar unas latas en la calle-; niños con el cerezo en flor dentro del cuerpo, arcillando anarquismo con las manitas blandas y la boca muy redicha: muy insolente.
Ya no somos esos -qué va-, nos hemos vuelto más inteligentes, más cobardes y sofisticados: pagamos alquileres, tenemos vértigos, tragamos pastillas para dormir y cada hostia duele durante más tiempo. Es otra la gravedad de las cosas. Hemos perdido agilidad y frescura. Tampoco ellos son los mismos: Robe ahora es todo un empresario, el gesto le oscila entre las secuelas de la heroína y el Excel, opina en baja forma sobre feminismo y libertad de expresión y de su parte nos hemos comido esta semana un golpe maestro del márketing: anunciar que se separan, generar ansiedad y nostalgia colectiva y a los dos días vender entradas a 50 pavos apelando a nuestro ojo de la nuca, a los álbumes de fotos que llevamos cosidos por dentro. Qué baratos: qué baratos hemos estado aquí. Qué sentimentales.
Robe está pensando en la pasta y en que le dejemos en paz: qué plan habrá más legítimo. Quizá ya no se caga en la Constitución ni vomita en los portales, quizá ya no pelea, como en el videoclip de Puta y al estilo Alguien voló sobre el nido del cuco, contra un sistema lobotomizador que nos mata la imaginación, la subversión y la alegría, y yo le entiendo: ser un rebelde es cansado. Pero a mí me gustaba, me gustó a rabiar durante décadas, ese crápula que funcionaba a base de urgencias y que estaba siempre recuperándose de algo.
Me quedo -hoy prefiero quedarme- con todas las veces que le preguntamos a alguien que nos empezaba a interesar qué Movimiento de Extremoduro era su favorito -mi orden de devoción: el cuarto, el segundo, el primero, el tercero-. “Para contarte que quisiera ser un perro y oliscarte, vivir como animal que no se altera, tumbado al sol lamiéndose la breva, sin la necesidad de preguntarse si vengativos dioses nos condenarán”: sigue siendo filosofía en vena. Himnos para los desgraciados, henchidos de sobreanálisis, que fantasean con embrutecerse porque no se acostumbran a estar solitos en su cabeza. Porque ellos mismos se dan resacas horrendas. Porque hay conflictos -muchos- con el que nos mira desde el espejo.
Fue hermoso su imaginario de buitres y bragas y pulmones negros, fue relevante su bodegón de arroyos y pedregales y pajaritos en la higuera, fueron reparadoras sus perversiones privadas y sus odas al patetismo ilustrado -“tiré mi vida a la basura y ni las ratas se la comieron”-: fue inspiradora su forma de enseñarnos a perderle el respeto a todo, empezando por nosotros mismos. Nada había sagrado: asumirlo nos hizo más libres. Entendimos pronto que la existencia iba a ser una absoluta pérdida de modales, un navegar errante por los ríos de la indignación pública. Y entendimos, bastante más tarde y tras mucho bochorno y performance, que la incorrección nunca fue una estética.
Con Extremoduro yo entendí que el deseo, en pureza, es violencia llana; que existe una denominación ancestral e ibérica para que el coño reciba su norme y a nadie espante; que puedo acordarme de ti y cagarme en tus muertos y ser purísimo el amor. Con Extremoduro me quité el rubor por las palabras gruesas, me declaré con la carne y con el hueso -sin metáforas, sin cosméticos, sin artificios-, me dejé de escandalizar con un “hoy te la meto hasta las orejas”: me enteré entonces de que el misticismo recóndito de ese estribillo sucedía cuando tocar no basta, cuando besar no basta, cuando follar no basta: cuando uno quiere llegar aún más lejos en el camino del otro y hasta el cuerpo estorba. Suerte que ancho es el espíritu.
Extremoduro, seguramente de forma inconsciente, también deslizó una idea interesante: nunca romantizó a la mujer prostituida -como sí hicieron muchos cantautores llorones y machistoides-, sino que reivindicó a la Puta y a la Golfa como al arquetipo oscuro que rompe con la "virgen", con la jovencita previsible e inmaculada que convertir pronto en esposa, himen mediante.
Robe cantaba a una mujer pagana e incorrecta que hacía lo que le salía del mismísimo arco del Triunfo, a una mujer más peligrosa que él, a una gamberra absoluta, a una hembra temible y autónoma, errante a menudo, sorprendente siempre. Ahí el concepto "puta" perdía su carga peyorativa y se convertía -de verdad, no como ahora en el trap- en una nueva posibilidad, en un modelo de mujer que rompía con lo que nos habían dicho que teníamos que ser: santas. Pulcras. Matrimoniables. Por eso, por todo: gracias. Las niñas buitre ya nunca comeremos alpiste.