¿Vermut, dice Pdr? Café de recuelo y absenta
Irse de vermut es como irse de porterillos con un fachaleco, a esas horas indeterminadas entre el desayuno hiperglucémico y el almuerzo triste. Irse de vermut es lo que Pedro Sánchez entiende como ver al Tito Miguel, al que no se le puede visitar en casa pero al que se le puede agasajar con una gilda en las calles cachondas de Argüelles.
Un vermut nunca va solo, pero tampoco conlleva una tapa generosa: es como la socialdemocracia, que vino del hielo, llega al estómago vacío y deja la cabeza tonta y morcillona.
Sánchez, de vermut, va teniendo el mismo conocimiento que de otras ramas del saber, como de la epidemiología o de la evolución de los ritmos circadianos de los que desempeñan actividades no esenciales. Su desescalada nos sonó a islas de San Borondón, a vermut, y a algo de deporte para esa España con mallas que madruga para acartonarse en los 60, la Españita de los runners que le flipa a Chapu.
Un vermut con Sánchez puede inducir al coma diabético, al balconismo, y más en esta desescalada que nos ha preparado Iván Redondo con compensaciones mínimas como premio y en una relectura de Pavlov.
El presidente dijo "vermut", con toda la carga roja y cinzana de la palabra, acaso porque el vermut supone una edad indeterminada entre la madurez y la dipsomanía reposada que es, según tengo visto, la España de los bares.
En la galopante recesión que ya está aquí, el lujo será el café de recuelo, y Sánchez salió por el vermut como de una ventanita liberadora de las fases y la ocasión última para ver a los abuelos que nos queden.
En realidad, vamos a estar nueve semanas secuestrados entre visillos y polillas para eso, para un vermut en una terraza a 40 grados mientras por la calle llevamos blancuzcas las almas y las tetas, las armas y las letras. Olvidamos los españolitos hasta de qué color es el sol y el doctor Simón no nos dedica un especial con Monchito, Doña Rogelia y las muñecas de Mari Carmen.
Las vermuterías que son tienen una vitrina con delicias de Santoña, mucho barroco en cristal, y en Argüelles las había muy celebradas hasta que el bicho se nos fue llevando a los coetáneos de los padres de la Transición, que sí eran mucho de vermut.
Con todo, la vermutería más famosa es la que linda en los bulevares con el Café Comercial, Sagasta Vinos, donde Sánchez no es bienvenido desde su primera resurrección y donde hay un cartel mío toreando y otro de Álvarez del Manzano en los inicios del populismo.
A Zapatero le condenó el precio del café, y a Sánchez un vermut distópico y profiláctico. Anótese que España precisará más absenta que vermuts en este futuro que se adivina catastróficamente soleado.
La hora del vermut siempre fue sagrada en una España recia, que en los carteles vidriosos del Cinzano siempre se han congelado los parroquianos del bar: militares con escolta, pensionistas desocupados, un liberado sindical con la primera mareína y una de ICADE que hace tiempo con una clara a que llegue el novio, también rubio. El vermut es sagrado como el Tour en julio, como lo cateto en una comunión y como el tejado a dos aguas en el chalet de un camello de la Cañada Galiana.
En España se ha puesto el sol y saldremos con el hígado como paté y la esperanza como un trapo. Sánchez habla del bebercio y olvida el comercio ahora que los camareros se nos han ido al mismísimo limbo de los test: allí donde ni están ni se les espera.