El día, la madrugada, que mataron a Alberto y Ascen hacía frío en Sevilla. Ese frío que no se combate con nada y que hace desear los días de la primavera. Hacía frío y, como recuerda Paquiño Correal, llevaban flores a sus hijos para celebrar el Día de la Paz, que cobraría ese 30 de enero del 98 un significado especial.
Imagínense, también lo recuerda el gran Paquiño Correal, la calle Don Remondo, el olor a pólvora, alguien que creyó que eran petardos y silencio. Y frío. Y alguien que se asomó a los balcones de la Roma de Guadalquivir y vio los dos cadáveres en el suelo helado, sobre el adoquín hispalense.
Al día siguiente, uno, que empezaba a desempeñarse en las radios locales, no habló de fútbol sino de paz; acaso porque desde entonces empezó a hervirnos la sangre y a odiar a eso que llamaron comando Andalucía de ETA.
Más tarde, sus verdugos celebrarían con sidra su ekintza y, más tarde aún, cuando el peor Gobierno sacó a una esquina a ronear el Presupuesto, fueron premiados por Marlaska, aquel magistrado vasco que se torció irremediablemente el día que lo sacaron en cuché y el día que lo subieron a ministro.
Uno piensa en el Gobierno y se le viene muerte al magín: la muerte con olor a desinfectante de los hospitales, la muerte en curva de Simón, pero también la muerte blanqueada de los herederos de ETA y de los vicepresidentes que tienen sueños húmedos con Otegi, hombre de paz que diría aquel leonés de Valladolid.
En Vascongadas aún sigue habiendo huchas y sigue sonando el rock radikal: otra cosa es que ya no se mate porque el fin último, la independencia, ha quedado superado por "otra condición objetiva" más cachonda: regir el Estado opresor desde dentro y con los aplausos vallecanos de los hermanos de la Quechua.
Los presupresos son lo que son. Una cosa falaz que sin embargo habilita a Sánchez para seguir en el vacío de su propaganda y, a Iglesias, para cambiarnos el régimen desde su chaqué desgarbado y con lamparones populistas.
A muchos los mataron para que se cumpliera lo del Presoak Etxera. A Grande-Marlaska le valió una llamada para ir con la cuerda de los presos acercados sin vacilar, sin ni siquiera un gesto compungido de asco. ¿Será ahora el turno de Txapote, el asesino de Miguel Ángel Blanco? Eso se dice en el maco.
El arrepentimiento de algunos etarras es una mera burocracia que no piensa en los muertos.