2020 comenzó (qué lejos queda) con el impeachment de Donald Trump y el estreno de El oficial y el espía de Polanski. También en enero, el recién investido Pedro Sánchez anunció los nombres de quienes compondrían el primer gobierno de coalición desde la Segunda República. Su gabinete lo formarían 22 ministros: cinco elegidos por Podemos, 16 a propuesta del PSOE, y uno (Salvador Illa) en representación del PSC.
Nadie podía prever que sería este último quien caería en el centro del huracán.
Porque si el presidente hubiera deseado que Salvador Illa ejerciera de ministro, le habría ofrecido una cartera con competencias. No, su misión era otra. La de lubricar un pacto con el nacionalismo catalán, escenificado en aquella mesa de diálogo que se constituyó a finales de febrero. Después vino el abismo.
No quisiera insistir en analizar la gestión de la pandemia. Es preferible dejar que hablen las cifras. España es el país con mayor exceso de muerte por habitante de la Unión Europea, y supera también a Estados Unidos (ourworldindata.org).
La sociedad española no debe incurrir en algo tan socialmente insano como negar la evidencia
El balance económico no es más alentador. Nuestro PIB presenta las peores cifras de la OCDE, que le aventura una caída del 11,6%. El FMI y la Comisión Europea son todavía más pesimistas.
Considero que todo lo que se puede decir sobre la gestión de la pandemia ya se ha dicho, y la sociedad española no debe incurrir en algo tan socialmente insano como negar la evidencia. Muchos dirán que un gobierno de otro color también habría fracasado, y es cierto que las comunidades autónomas gobernadas por el PP tienen poco de qué presumir. Pero eso es un contrafáctico que no exime al Gobierno de su responsabilidad en esta catástrofe humanitaria.
Ante la evidencia de las cifras sobre la salud pública, me interesa hacer balance de lo que este Gobierno ha supuesto para la salud política del país. Destacaría dos aspectos fundamentales: la ocupación partidista de las instituciones y el blanqueamiento del nacionalismo y sus delitos.
Es importante destacar que estas dos reprobables líneas de actuación tienen poco que ver con la ideología. Izquierda y derecha emplean las mismas herramientas para debilitar la democracia.
Este debilitamiento comenzó con la burla a la separación de poderes que supuso el paso de Dolores Delgado del Ministerio de Justicia a la Fiscalía General del Estado. Y se reforzó más adelante, con la propuesta de reforma de la elección del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Por fortuna, esa reforma no ha avanzado, pero la iniciativa demostró un escrúpulo democrático muy limitado.
A esta falta de decoro en el ámbito judicial se suman la toma del CIS, de TVE o de la agencia EFE, demostrando la obsesión de este Gobierno por controlar todos los resortes de poder, especialmente aquellos que juegan un papel en moldear la opinión pública.
Estas intervenciones no parten de la ingenua fe en el diálogo, sino del oportunismo: la Ley arrodillada ante el interés aritmético del Gobierno
Su interés por la propaganda es proporcional a su desinterés por la transparencia. Comités que no existen, falta de datos solventes, ruedas de prensa con preguntas filtradas y meses de incomparecencia en foros presuntamente espinosos.
También se ha hecho norma el uso arbitrario del poder, bien ejemplificado con la concesión de la nacionalidad al pianista James Rhodes y los probables indultos a los presos del procés. Este fenómeno, sumado a la previsible modificación del Código Penal para endulzar el delito de sedición, suponen una grave vulneración de principios democráticos elementales. Porque estas intervenciones no parten de la ingenua fe en el diálogo, sino del oportunismo: la Ley arrodillada ante el interés aritmético del Gobierno.
Por otra parte, 2020 ha confirmado que en la agenda de Pablo Iglesias no hay nada más urgente que disolver el ethos del 78. Sustituir la reconciliación por enfrentamiento y convertir todo símbolo de unión en fuente de desencuentro. Porque si el flanco socialista del Gobierno se ha arrimado al nacionalismo por interés, el de Podemos lo hace por convicción, para debilitar al Estado.
Podemos ha hecho suyo el marco conceptual del nacionalismo y es cómplice necesario en la constante violación de derechos civiles de castellanohablantes en Cataluña. Por exigencia del nacionalismo, y con el inane pretexto de que el español no está en peligro de extinción, han aceptado su eliminación como lengua vehicular de la enseñanza.
Para Iglesias, España no es un Estado, ni mucho menos una unidad de redistribución, sino una república confederal de naciones étnico-lingüísticas con potestad para negarse a la solidaridad interterritorial y cercenar los derechos de sus ciudadanos.
Si la excusa para justificar la persecución del español es que no está en peligro, la simpleza para defender el pacto con EH Bildu es que es un partido perfectamente legal. Pero EH Bildu sigue justificando la violencia y celebrando a los asesinos, entre otros, del añorado Ernest Lluch.
Insisto: EH Bildu es un partido legal que justifica y celebra el asesinato político. ¿Por qué no iban a hacerlo? Los disparos, las bombas y el miedo les han despejado el paisaje electoral. Entre muertos, exiliados y silenciados, el nacionalismo ha consolidado una hegemonía inquebrantable.
Los ataques de Podemos a la Casa Real no han cesado, ante la mirada impávida del PSOE
El delito que celebra ERC, el de sedición, es menos grave, pero no menos peligroso para la democracia. Su líder y varios acólitos cumplen condena por alzarse contra el orden constitucional y no sólo no han pedido perdón, sino que tienen ganas de repetir la hazaña, se entiende que con mejor desenlace, una vez retocado el Código Penal.
A esta legitimación de partidos anticonstitucionales se suman los ataques a la Casa Real, aunque en esta empresa contaron con la inestimable colaboración del rey emérito. Sus actos supuestamente delictivos, y en todo caso inmorales, han debilitado el músculo de la institución, aunque no así su popularidad. Pero los ataques de Podemos no han cesado, ante la mirada impávida del PSOE.
Reitero que estas críticas distan de ser ideológicas. Es más, medidas como la ley de eutanasia, la subida del salario mínimo e incluso aquellos aspectos de la Ley Celaá que tienen que ver con combatir la segregación que provoca nuestro modelo de escuela concertada, tienen todo mi apoyo.
Pero uno no tiene que ser monárquico para respetar el orden constitucional, del mismo modo que defender la neutralidad institucional, la separación de poderes o la rendición de cuentas es el cometido de todo demócrata, con independencia de su sensibilidad política.
En ocasiones, los buenos profesionales que trabajan en Moncloa o en gabinetes ministeriales, y que creen en el servicio público, consideran que estas críticas son reduccionistas. Pero los atropellos del Gobierno a los pilares básicos de la decencia democrática no se amortiguan con la implementación de unas cuantas medidas, por positivas que sean.
Recuperar el respeto institucional pasa por aceptar que no estamos ante una diferencia ideológica, sino moral.
En este primer año de legislatura, España ha retrocedido como democracia. Por la ineficacia de sus instituciones, por la impudicia de sus políticos y por el tribalismo de sus ciudadanos.
Sólo cabe esperar que en 2021, ahora que los presupuestos están aprobados, cesen los abusos de poder y las dádivas a quienes tienen el objetivo declarado de desarticular España.
*** David Mejía es Teaching Fellow en la Universidad de Columbia, profesor asociado en la IE University y columnista de EL ESPAÑOL.